Sísifo Iluso Rodríguez.

Voy a hacer una especie de digresión en aspectos que permitan colegir la complejidad que genera el lenguaje en la cultura y dejar una idea del alcance que puede engendrar en el poder que nos procesa. Los recuerdos me están diciendo desde la experiencia del niño que fuí, que para esa época había desaparecido el sagrado empeño de la palabra como garantía de cumplir promesas; que el lenguaje que hacía cumplir la palabra llegó a nosotros cuando la cultura que nos procesaba no lo podía sostener. El juego de las palabras que forjó mi niñez hacía hincapié en la apariencia social: la tendencia a “quedar bien”; no era la preocupación por el contenido sino por la forma; las relaciones entabladas en la apariencia nos habilitaban para el montaje de escenas cotidianas que se traducían en normalidad e impedían de esa forma cuestionar la falacia en que esa realidad nos convertía. Desde este modo de ser se va definiendo en lo cultural la interpretación de la verdad que no somos; la normalidad que nos sometía impedía el cuestionamiento de esas vivencias.

También vi de niño que la experiencia de la juventud despertaba sus hormonas al ritmo de poemas y serenatas acompañadas de flores; eran unas vivencias que le rendían culto al sentimiento del amor, a esa atracción no racional hacia el otro, a ese maravilloso ofrecimiento de la naturaleza. Todo esto va a ser alterado profundamente en el mundo financiero, en el de las políticas neoliberales, en ese lugar en el que todo se transforma hasta convertir el amor en un asunto de mercado y llevarlo a la mera dimensión de la pornografía. “Los discursos suelen ocultar la realidad”. Por último, quiero aludir el fenómeno que socializó esa forma vulgar y bastante peculiar de hablar la juventud a partir de la generación que algunos denominan los Millenians; la forma de expresarse ésta se ha querido disfrazar de irreverente, cuando solo traduce la continuidad de una verborrea sicarial que ganó espacio en una cultura acechada por el narco paramilitarismo.

Comoquiera que la globalizante política neoliberal habilita un uso sistemático y perverso de los discursos, me parece pertinente a la intención de este artículo, traer la siguiente afirmación de Enrrique Dussel en su obra Filosofías del Sur: “…Ahora “populismo” significa toda medida o movimiento social o político que se oponga a la tendencia de globalización, tal como la describe la teoría de base del Consenso de Washington, que justifica la privatización de los bienes públicos de los Estados periféricos, la apertura de sus mercados a los productos del capital del centro, y niega la priorización de los requerimientos, de las necesidades de la gran mayoría de la población,…”

Al menos podríamos enmendar con un compromiso intelectual en esta coyuntura preelectoral, y en sana reflexión, no evadir las amenazas que ésta conlleva, dado el desastre que se ha venido perfilando en la cultura. Hay que afrontar lo que la realidad ha venido haciendo de nosotros, entre otras cosas, como efecto de esa particular historia que articuló la específica violencia generada por la implementación de políticas neoliberales con esa otra violencia que han procesado las lavanderías narco paramilitares permeando todo el establecimiento. La articulación surtió esa mutua colaboración que no deja ver el proceso real en que se ha venido gestando, pero se expresa ampliamente en los escenarios de extrema corrupción, medidas represivas gubernamentales y en la estela de masacres que deja la resistencia a las injusticias del poder que nos procesa.

Los índices de violencia y corrupción no podrían erradicarse, precisamente, por quienes gobiernan y/o aspiran gobernar ligados franca o soterradamente a la organización del poder que se cuestiona. Hay que observar bien cuáles son los políticos defensores del statu quo, los que han salido beneficiados de las políticas neoliberales y hoy hablan socarronamente de moderación, equilibrio, para evitar el debate de fondo que se requiere, tal como se dio en el diciente caso ocurrido al interior del Centro de la Esperanza, cuando Íngrid Betancourt interpeló el interés de Alejandro Gaviria de querer ingresar a la coalición un emblemático personaje forjado en las lides del clientelismo, generando lo que todos conocemos y lo que se diluye en el silencio… Ahora, hay otros, que militando en la ultraderecha se oponen francamente a la justicia transicional (JEP), porque pone en aprietos sus vínculos con el narco-poder y se ven amenazados proporcionalmente al grado de cumplimiento del Proceso de Paz. 

Las expresiones políticas que surgen de los partidos tradicionales, y de otras análogas, con nuevos remoquetes políticos para ostentar diferencias, obedecen, fundamentalmente, a la estructural estrategia de la clientela; sólo apelan a las tácticas de los caciques locales, regionales y nacionales que se requieran para mantener las cosas como están. El temor de un sector específico de la clase política a perder el dominio alcanzado obliga al gobierno de turno a responder con represión a las reivindicaciones sociales, es la comprensible reacción perversa si le sumamos la incidencia que implica para éste el proceso de paz. La habilidad de las instituciones electorales en esta descomposición es notoria cuando esa especie de poder que hemos venido mencionando tiende a secuestrar al Estado; fenómeno que se refleja en ese dominio que dirige la corrupción y concentración de los órganos de control en el actual gobierno.

Las múltiples necesidades de la población se vuelcan a las calles para la reivindicación de estas con un inusual equilibrio de pasiones populares que ha puesto internacionalmente en aprietos al gobierno por la escalada de violencia que este ha generado como reacción a las demandas colectivas. Es la miseria, las marginalidades, el pueblo acusando de sus desgracias a la clase dominante “no dirigente”. Es la conciencia popular que se viene convirtiendo en coyuntura política frente a los efectos producidos por la nefasta política neoliberal y, por supuesto, el dominio en el poder que ha alcanzado el narco paramilitarismo.

Un ejemplo emblemático de las manifestaciones colectivas, es la cantidad de pueblos levantados al unísono contra el fraking, contra esa técnica de envenenamiento de ríos, del agua para extraer petróleo; son pueblos defendiendo concretamente el lugar de la naturaleza que les proporciona su alimentación, el derecho a la vida, es esa necesidad defendida por una conciencia que se traduce en un contenido material de lo que es verdaderamente político. Otro fenómeno político-social es el de la conciencia ancestral indígena convirtiendo las marginalidades históricas de sus pueblos en reivindicaciones de una meridiana claridad que defiende su cultura. Todo conduce a una mirada biopolítica, las reivindicaciones apuntan al derecho a vivir, es la defensa de la vida ante la amenaza que involucra las políticas neoliberales y que en nosotros agudiza el dominio que se ha engendrado ante el poder narco paramilitar.

En Colombia la realidad sufre una espantosa descomposición inenarrable como para que se pueda tipificar el quantum de conductas delictuales que se generan; es una descomposición que ha alcanzado gravemente a la población, instituciones, incluyendo fundamental y paradójicamente a la justicia ordinaria. El instrumento que facilitó esta específica alteración histórica de nuestra cultura fue la clientela, ese sistema que ha venido sustituyendo la ausencia ideológica de los partidos y sirvió de medio para la penetración del narco paramilitarismo, que, como dominio, se articuló al poder alcanzando todos los ámbitos del establecimiento. Un gran número de aspirantes a cargos de elección popular están denunciando como herramienta política de sus campañas la evidente corrupción que ellos mismos han contribuido a generar, además solo ofrecen promesas y carecen de programas que se ajusten a investigaciones serias que puedan responder probablemente a las necesidades más sentidas de la población. Lo que saben con certeza estos políticos a través de su clientela es que su candidatura deja de ser una simple aventura cuando tienen asegurada la ignorancia y la miseria de un pueblo que les garantiza la compra de votos.

Deberíamos interrogar al “querer” de los candidatos cuando se postulan como tales. La mayoría se acomoda a las cosas como están. Si la clientela fuese un ámbito de reflexión, el querer de éstos se deduciría de sus tesis, reflexiones y actitudes, porque la realidad que provocaría la necesidad de un cambio ha estado ahí repleta de acontecimientos que han venido procesando el resultado de país que hoy nos coloca en la comunidad internacional como la cima de la hambruna, la corrupción y la violación de los derechos humanos.

¿Qué hacían esos líderes regionales, esos políticos de Parlamento, cuando una sustancial mayoría estaba comprometida con el narco paramilitarismo? Guardar silencio, porque la ascendencia política de los partidos los había procesado como Honorables Congresistas.

El sistema de la clientela, instrumento que provocó en el narco poder iba procesando su dominio en éste; los partidos se reducen a una clientela que ha sustituido su apariencia ideológica; lo que realmente le da “vida política” a los partidos tradicionales es la distribución que hacen de instituciones, contratos, coimas y cargos que se reparten entre ellos para distribuir. Este tipo de líderes no requieren pensar, pues es la clase dominante refugiada en sus tradicionales partidos o extensiones de estos con remoquetes que insinúan “unidad”, “democracia” y “radicalidad”, mientras vienen obedeciendo fundamentalmente a los programas que imponen los centros del poder financiero internacional.

Si las reivindicaciones de un movimiento apuntan a la formación consciente de las reclamadas necesidades, se estaría adoptando una posición política, y si éste aprende a escuchar también las demandas de otros movimientos, conseguiría ampliar esa disposición como tendencia. Hoy, el argumento que diferencia la manera de ver las cosas se convierte en la anímica postura de no escuchar, de evadir interlocutores y más bien, esgrimir discursos para zaherir; es una violencia que mina el potencial de inteligencia de la cultura obstruyendo el diálogo como posibilidad de construir espacios democráticos.