Redactor: Darío Jaramillo Agudelo
Enero – 2023
Apuntes y subrayados, d.j.a.

Carl Henrik Langebaek, Antes de Colombia. Los primeros 14.000 años (Debate).-

Lo que se llamaba ‘prehistoria’.- Cuando me tocó estudiar historia de Colombia, durante la escuela elemental, algo más en el bachillerato, la extraña pero significativa palabra para referirse a todo lo ocurrido en estas tierras antes de 1492, era ‘pre-historia’; como quien dice que lo que hubiera pasado antes de ese 12 de octubre colon-izador era anterior a la historia, algo borroso, casi inexistente, o sin el casi.

Como si el tiempo mismo no contara para esa época. En realidad, como dice Carl Henrik Langebaek (Bogotá, 1962), “si la historia de Colombia se pudiera representar por el número de horas de un día, el poblamiento indígena anterior a la Conquista equivale a las primeras 23 horas. Sólo la última hora correspondería al tiempo posterior a la llegada de los españoles, y menos de media hora a la existencia de Colombia”. De esto se sigue, fatalmente, que “los últimos 500 años son imposibles de entender sin la comprensión tanto de los más de 15.000 años de historia en el Nuevo Mundo, como la historia de los pobladores del Viejo Continente”.
Lo que intenta este libro es llenar ese vacío, contar lo que pasó en este territorio que hoy –y hace apenas dos siglos– llamamos Colombia. Y lo hace con amenidad. Con él, uno puede gozar leyendo.

Entender una cultura desde otra cultura.- En un capítulo introductorio, Langebaek seduce al lector con las advertencias que hace acerca de nuestros prejuicios: “el mayor desafío que tiene una persona interesada en entender mejor el pasado indígena consiste en que el punto de referencia con que cuenta para entender cómo funciona una sociedad es el propio, y éste puede llevarlo por caminos equivocados”. Antes ha dicho: “la experiencia cultural de haber vivido en una sociedad que valora el crecimiento económico y el éxito individual por encima de cualquier otra cosa, la competencia en vez de la cooperación, el valor moralmente sobreestimado del mercado, el ‘ser mejor’ aunque sea sacrificando a los demás, implica que muchas veces creamos que esos valores aplican por igual a todas las sociedades del presente o del pasado”.

Para los habitantes de este continente que hallaron aquí los españoles, “el colectivo era más importante que el individuo”. Por ejemplo, para un kogi, “las personas existen como categoría, es decir, como mujer, como niño, como pariente o como extraño, pero no como individuo con el cual se establezca un vínculo emocional único e irremplazable”.

En fin, “nuestra sociedad concibe la naturaleza como un ‘algo’ externo con vida propia que básicamente se define porque no es humana”, lo contrario de las culturas americanas ancestrales que consideran que animales, plantas y cosas “son seres con alma que pueden comunicarse con nosotros a través de sueños y visiones. Es común encontrar que los humanos provienen de animales o de plantas, o que cuando una persona moría se podía transformar en oso o en venado, como pensaban los muiscas”. Y añade que entre los u’was “las cosas se asocian con las personas que las poseen, y pueden ser usadas como objeto de brujería contra ellas. Como en muchas sociedades, la identidad de un individuo no se limita a su cuerpo, sino que abarca también lo que hace y usa… esto implica una actitud hacia la cultura material completamente ajena a la idea de acumulación”.

Otra consideración previa de Langebaek me recuerda un juicio que hacía Jaume Perich, el humorista español: “para construir una pirámide de tamaño regular se necesitan: 4.568.943 piedras, 20.000 troncos de árbol, 3.500 esclavos y 1 faraón”. Y cuenta que durante mucho tiempo, “arqueólogos tan renombrados como Gerardo Reichel Dolmatoff trataron de investigar el pasado indígena del norte de Suramérica a partir de una pregunta equivocada: ¿por qué los habitantes de estas tierras no habían ‘logrado’ ser como los incas, mayas o aztecas?”. A esto, Langebaek replica que “las habilidades mentales que necesita el cazador-recolector para tallar una punta de proyectil de piedra, o la maestría con que los orfebres muiscas o taironas elaboraron los sofisticados objetos que hoy se exhiben con orgullo en los museos, son tan notables como las que se necesitan para hacer una gran pirámide (…) La mayor parte de las grandes construcciones que nos gusta considerar como evidencia de ‘civilización’ en realidad ocultan historias horribles y el sacrificio de miles de personas y de recursos naturales en beneficio de unas pocas (…). Por alguna extraña razón, nos gustan las cosas grandes, y muy antiguas, especialmente si fueron hechas por algún mandamás muy poderoso”.

El reino de la diversidad.- Para empezar propiamente con el tema, Langebaek se refiere al territorio de la actual Colombia: “el país cuenta con más de 700 microcuencas y con, aproximadamente, 60 ecosistemas terrestres y marinos y, por supuesto, esto se traduce en una diversidad biológica impresionante”. Un territorio que representa el 0,2% del total del globo, donde habitan el 13% de los vertebrados del mundo, el 20% de las aves y el 14% de las especies de fauna y flora conocidas. Un territorio donde “cada 100 metros [de altura sobre el nivel del mar] la temperatura cambia, en promedio, un grado centígrado”. Un territorio que está sobre el ecuador, lo que significa que es lugar de choque, de “fuego cruzado de vientos del sur y vientos del norte, dentro de lo que se denomina Zona de Convergencia Intertropical, franja en la cual se produce una zona de baja presión que impulsa la concentración de nubes que propician lluvias”.

El clima ha cambiado en la larga duración: “en las postrimerías del Pleistoceno, entre 13.000 y 10.000 años, el clima se hizo más benigno; es decir, más cálido y húmedo, pero con altibajos (…). A partir de hace 10.000 años se habla del Holoceno o, simplemente, de la edad reciente, que se caracteriza por un clima cada vez más similar al de hoy, si bien se han presentado sobresaltos”. Entre 10.000 y 7.500 años es el final de la era fría. Luego aumentó la temperatura entre 7.500 y 4.000-3.000. Y, desde hace 3.000 años, tenemos las condiciones actuales.

Todos somos afro.- Langebaek recuerda que “todos, europeos, asiáticos, australianos son descendientes de antiguos ancestros que habitaron África y que desde ese lugar conquistaron los demás continentes (…). Hoy es claro que la población americana más antigua es relativamente reciente, que vino de fuera y que lo hizo desde Asia (…). Lo que está claro, y ningún arqueólogo dudaría, es que hace unos 14.000 años habían ocupado el continente, desde Alaska hasta el extremo más meridional de Suramérica” y que durante esos años se produjeron “procesos de diversificación tanto en lo cultural como en lo biológico”.

Hay una primera etapa de cazadores-recolectores: “cuando se habla de ellos, no es común pensar que miraran las estrellas, poblaran el mundo de seres sobrenaturales y construyeran complejas cosmogonías. No obstante, no hay la más mínima duda de que hicieron todo lo que acabo de mencionar y mucho más. Estos antiguos pobladores del territorio fueron responsables de todas las manifestaciones culturales durante por lo menos los primeros 7.000 años de historia humana en el norte de Suramérica y fueron sociedades dinámicas y creadoras, capaces de modificar el medio ambiente en el cual vivían. Ellas fueron las responsables de la domesticación de plantas y de su amplia dispersión, y de tomar las primeras decisiones sobre vivir más tiempo en ciertos lugares, o intensificar sus actividades ceremoniales. Nada más ajeno a la idea de que la caza y la recolección corresponden a un modo de vida estático: los cazadores-recolectores no solo se adaptaron a un medio, al adecuar su tecnología a las condiciones ambientales. También tuvieron historia y fueron sus protagonistas”.

Los nukak.- El hallazgo reciente de un grupo humano de recolectores-cazadores, los nukak, ayuda a comprender esa forma de vida. Cuando fueron descubiertos, los nukak eran en total unas 1.000 personas, divididas en grupos de 20 o 30, que recorrían un territorio de aproximadamente 10.000 kilómetros cuadrados. Cada uno de estos grupos construía nuevos campamentos unas 60 veces en el año y en cada uno de esos movimientos se desplazaban unos siete kilómetros y se podía deber a recolección de vegetales, cacería, pesca, recolección de miel, pero está claro que esos movimientos “en la selva no estaban determinados exclusivamente por el acceso a recursos (…); se desplazaban también para tener encuentros sociales y rituales”. Y conocían su entorno: aprovechaban 83 especies de plantas no domésticas, aparte sabían la utilidad de 77 especies distintas de palmas, y “cuando una persona se moría se cortaban las plantas que había sembrado, excepto el chontaduro y el achiote o bija, que se consideraban esenciales para los festejos” y no comían carne de ciertos animales –venados, dantas, jaguares– “porque decían que eran gente del mismo mundo del cual ellos venían”.

Han aparecido herramientas para procesar plantas con 7.000 años de antigüedad. Y en la región Calima se cultivaba ya el maíz por las mismas fechas. Y de la misma época se han hallado rastros de cultivos de fríjol y de yuca. Langebaek concluye que “los cazadores-recolectores no se limitaron a aprovechar los recursos disponibles, sino que, además, intervinieron activamente y propiciaron cambios en el medio que habitaban”.

Los bosques culturales.- Si esto es así, cambia entonces la noción salvaje de la selva: “las selvas, y no sólo las del Amazonas, son en realidad ‘bosques culturales’, producto de miles de años de prácticas humanas orientadas a favorecer el crecimiento de ciertas especies”. En todo caso, Langebaek cree que es “cada vez más inútil una dicotomía absoluta entre movilidad y sedentarismo (…). El sedentarismo no es sólo el resultado de cálculos racionales sobre la forma de producir más o menos, o de adaptarse a un medio ambiente determinado; es también una estrategia de control político, una manera más eficiente, si se quiere, de regular la vida de la gente”.

Se sabe que los taironas tenían cultivos a varias alturas en la sierra de Santa Marta, cuestión que los obligaba a desplazarse. También los muiscas se movían y “fueron los españoles quienes hicieron todo lo posible para que los muiscas vivieran en pueblos”.

Más de la diversidad.- Se sabe que los primeros habitantes conocían la cerámica, al menos, hace 6.000 años. Y se sabe que entre 2.500 y 1.550 los pueblos a orillas del Cauca cultivaron fríjol, maíz y calabazas: “la agricultura se impuso muy lentamente y… no se tradujo en el monocultivo”. Al respecto, Langebaek destaca “el ingenio indígena para copiar la vegetación natural y aprovechar la diversidad”. Y enfatiza: “los cazadores-recolectores fueron reacios durante siglos a cambiar radicalmente su vida y tomó mucho tiempo para que la agricultura lograra abrirse paso como modo de vida predominante. Aun así, nunca alcanzó a consolidarse como una estrategia de subsistencia basada en una o pocas plantas (…). En el trópico suramericano, la agricultura no siempre desplazó del todo a la cacería, sino que se incorporó a otras formas de subsistencia, por más que con el tiempo adquiriera predominancia”. Para el desarrollo de la agricultura contribuyó la construcción de canales en la región de los ríos Sinú y San Jorge, alrededor de 50.000 hectáreas, a lo largo de cerca de 2.000 años. Estos canales “servían no solo para irrigar, sino también para evacuar agua en períodos de inundación”.

Langebaek dedica un capítulo a las variaciones lingüísticas, lo que da lugar a establecer familias bastante extendidas. Lo que hay detrás de esto es mucha interacción entre diferentes grupos que se ejemplifica de manera contundente con el caso de los indios del Vaupés: “la denominada exogamia lingüística. La regla es muy sencilla: nadie se puede casar con un individuo cuyo padre hablara la misma lengua de su padre, pues se consideraría incestuoso. La identidad de las personas sigue una línea patrilineal, pero como la madre habla otra lengua, resulta usual que aprendan desde pequeños por lo menos dos lenguas”.

Domesticar plantas y animales.- En las relaciones entre humanos y animales merece destacarse que los primeros habitantes del continente domesticaron muy pocos animales: llamas, alpacas, pavos, una especie de patos y curíes. Pero es central que “el indígena se movía en un mundo en el cual la dicotomía humano/animal no tenía mucho sentido”. Entre humanos y animales “hay un sustrato común e incluso ancestros compartidos”.

La implantación de la agricultura trajo consigo cambios en todo. Como dice Langebaek, “humanos, plantas y animales domesticados evolucionamos los unos con relación a los otros”. Una diferencia fundamental es que los cazadores trabajan menos que los agricultores. Los muiscas, por ejemplo, padecían de la columna vertebral debido a la muy fuerte actividad física de hombres y mujeres en la labor agrícola desde niños. Y, además, con lo bueno que puede ser el maíz, pero no es “extraordinariamente nutritivo e inhibe la absorción de elementos clave para la salud, como el hierro” y propicia la aparición de caries.

Salud, violencia.- Aparte de las enfermedades que pudieron traerles los españoles, los pueblos nativos padecían desde antes de tuberculosis, de mal de Chagas, de amebiasis, de bocio… Y, por la muy alta mortalidad infantil, entre los muiscas “la esperanza de vida era baja: de 22 años para las mujeres y 24,5 años en los hombres”.

Con respecto a la belicosidad de los indígenas hay posiciones extremas, ambas no acertadas. Ni se pasaban la vida dedicados a la violencia, ni eran ángeles incontaminados de instintos bélicos. En cuanto a las guerras, que las había, no necesariamente eran por apoderarse de la tierra o del trabajo de sus enemigos: “su sentido no tenía nada que ver con la dominación de unas comunidades por otras, ni seguía una racionalidad económica (…), en las comunidades indígenas, el manejo de la violencia es tremendamente ritualizado y, usualmente, es difícil de separar de asuntos políticos y cosmogónicos. Antes de cualquier acción se hacían prolongados festejos, se bailaba, se tomaba chicha y se hacían adivinaciones, y en algunos casos ofrendas para pedir por el éxito de la jornada (…). Muchas veces, los indígenas salían a pelear disfrazados de animales”. Además de la guerra, la violencia se manifestaba en “la costumbre, bastante extendida, de mantener combates rituales en los que jóvenes aguerridos se enfrentaban entre sí”. Otras manifestaciones de violencia fueron la toma de esclavos (“ser dueño de un prisionero daba mucho prestigio”) y los sacrificios rituales de personas durante algunos festejos.

La desigualdad.- Langebaek enuncia la paradoja: “aunque la historia humana de los últimos milenios suele presentarse como el gradual dominio del ser humano sobre las cosas que lo rodean, y muy especialmente de una naturaleza que logramos dominar a través de la domesticación y la agricultura, la verdad es que la parte más reveladora de dicha historia es cómo se ha logrado consolidar el dominio de unos seres humanos sobre otros. Es curioso que se le dé tanto bombo al llamado Antropoceno y se hable tanto del daño que le hemos hecho a la naturaleza, con todo lo que tiene ello de cierto, pero que se hable tan poco de algo mucho más dañino: el implacable avance de la desigualdad. El problema, además, no es sólo que eso que llamamos civilización nos haga creer que estamos en la cúspide del desarrollo humano, allá cada cual con su arrogancia, sino que, además, esa noción de superioridad nos lleva a valorar negativamente aquellas sociedades más igualitarias que nos antecedieron por miles de años”.

Puestas las cosas en su sitio, Langebaek presenta los casos del Alto Magdalena, san Agustín, Tierradentro, Calima, Malagana, los taironas, los muiscas y la Guajira. Al final, concluye que “no hay la menor duda de que a la llegada de los españoles existía una gran diversidad de sociedades, y que en algunas de ellas unos individuos, en virtud de sus ancestros o de sus propios méritos, o de una combinación de los dos, tenían privilegios en el contexto de una jerarquización que en algunos casos llegó a ser bien marcada (…). Todas las acciones humanas las hemos visto desde la óptica distorsionada del poder y del control, como si fueran las únicas fuerzas que mueven y han movido al mundo y como si los caciques indígenas actuaran siempre motivados por la mezquindad y el deseo de acumular y dominar a los demás”.

En verdad, “no hay evidencias claras de ninguna clase de monopolio sobre la realización de festejos, ni la existencia de una élite que, además de tener más riqueza, enfermara menos y comiera más y mejor que los demás (…). Tampoco tiene sustento la propuesta de que un grupo de personas controlara el trabajo de sus subordinados para emprender demandantes obras que sirvieran para sus propios intereses, y no a las de la gente en general… sin duda el poder y la jerarquización no eran ajenos a las sociedades pre-hispánicas del trópico suramericano. De hecho (…), se puede hablar de una verdadera obsesión por las jerarquías muchas veces basada en el control de recursos simbólicos”. Y enfatiza: “en estas sociedades, lo político pasa por lo ritual y los jefes tienen la potestad de reclamar para sí ser dueños de ciertos rituales”.

Ahora miremos con Langebeak en el espejo de nuestras sociedades actuales: “las jerarquías se tomaron muy en serio en tiempos prehispánicos y eso marca un contraste con nuestra propia sociedad. Nosotros valoramos excesivamente la retórica de la igualdad: resulta que, en el discurso, todos somos iguales, hombres y mujeres, pobres y ricos, altos y bajos, gordos y flacos, y así un largo etcétera, aunque al mismo tiempo es claro que las relaciones de poder se basan en un control económico poderoso, invisible, casi anónimo. La sociedad indígena más desigual parece justo lo contrario: el discurso de la igualdad les parecía una tontería, pero las relaciones entre individuos no se basan en apropiarse del trabajo ajeno”.

La codicia.- El libro termina tratando de aclarar los motivos que tuvieron los españoles para emprender la conquista y colonización de nuestro continente. El último párrafo del texto de Langebaek es la cita de una carta escrita en 1494 de un europeo sobre el modo de ser de los nativos: “las costumbres de estas gentes son apacibles, todas las cosas son de posesión común, no existe ni la sospecha ni la avaricia. El dicho que es causa de tantas infamias: ‘esto es mío, aquello es tuyo’ no existe entre ellos y tampoco el deseo de las cosas ajenas; no hay anhelo de poseer, la envidia es rechazada. Todos tienen el mismo ánimo, entre ellos existe la mutua benevolencia, confianza y respeto recíprocos”.

Frente a estos ángeles, los conquistadores no encontraron resistencia; dice Langebaek: “a mi modo de ver, los indígenas fueron conquistados por culpa de un arma aún más poderosa, también desconocida para ellos: el ánimo de lucro (…). La codicia fue la causa más importante de la Conquista y colonización de estas tierras”. Y, como mínima prueba, cito a un conocido de estas páginas de Gozar Leyendo, Galeotto Cey (ver reseña espichando aquí), con las que termino este recorrido. Dice Cey: “nosotros comerciamos con ellos más por fuerza que por amor, dándoles aquellos collares de rodajillas, sal, pájaros, cosas que robamos a unos se las damos a otro, aquello de lo que tenemos necesidad lo tomamos de todas formas y al fin y al cabo ellos reciben lo que les damos, porque si no lo perderían. Viendo llegar cristianos a sus casas, esconden todo lo que tienen de bueno, aun siendo amigos, y todo eso les ayuda poco…”.

Diccionadario
“La lengua es un ojo” Wallace Stevens.

Tomado de Diccionadario (Pre-Textos):
Muchancho: cerdo joven.
Prepondelirante: se destaca por su locura.
Fofisticado: muy elegante, pero gordito.