Ignacio Verbel Vergara.

El escritor cordobés José Luis Garcés González acaba de publicar una novela formidable: Las espadas en receso del Conde de la Quimera, y ello es motivo de celebración, de aplauso. Tenaz ha sido la escritura de este texto de 497 páginas bien liadas, bien condimentadas, bien hervidas y luego puestas al sol del perfeccionamiento, en las siguientes páginas realizaré  un  breve acercamiento al autor, a su entorno cultural y a su obra.

La mayor parte de los escritores de Colombia y del mundo cuando nacen en la provincia anhelan y luchan por irse a las grandes urbes, donde se piensa que hay mayores oportunidades para mostrar y difundir su trabajo. De hecho, si nos ponemos a hacer una estadística, hallamos que gran número de ellos dejaron la aldea, la villa o el pueblo natal para acceder a la metrópoli, donde avizoraban éxito y fama. Rimbaud, por ejemplo, abandonó su natal Charleville para irse a París, donde soñaba con lograr la gloria y donde podría departir con los grandes maestros de la poesía de esa época, entre ellos Verlaine,  Demeny, Nouveau y Jean Louis Forain. Miguel Hernández viajó de su natal Orihuela a Madrid para mostrar su obra a Neruda, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti y Rosales. Durante décadas fue proverbial en América y en otros continentes la creencia de que si un escritor o un artista de cualquier disciplina quería ser reconocido como tal debía ir a París y recorrer los campos de Montmartre.

En Colombia, para que un artista consiga cierta notoriedad debe desplazarse a Bogotá u otra de las  ciudades principales y vivir allá, de lo contrario, aunque sea muy brillante, lo más seguro es que lo ignoren. Es por eso que la mayor parte de los poetas, narradores, pintores, músicos, etc., cuando han querido surgir, se han ido  para la fría capital del país, para Medellín o para Cali. En esas ciudades encuentra usted a gran cantidad de los pocos costeños, llaneros, santandereanos, chocoanos, nariñenses, tolimenses, etc., que han logrado cierta figuración. A quienes se han quedado en provincia muy raras veces les abren las puertas de los periódicos, de la televisión o incluso de las pocas arcas en apoyo del desarrollo cultural. Con José Luis Garcés González, escritor cordobés, ocurrió lo contrario: estudió y vivió largo tiempo en Bogotá, pero cuando empezó a cristalizar su arte literario, a desarrollarlo y a ponerle alas seguras, retornó a la provincia, de donde solo sale cuando alguna universidad, alguna fundación o corporación lo invita a disertar acerca de temas y asuntos relacionados con la literatura y la cultura en general.

Los periódicos capitalinos le abren sus páginas aunque muy de vez en cuando y ha conseguido que muchos de sus argumentos novelescos hayan sido motivo de series o de exitosas telenovelas en los canales nacionales. Sin embargo, José Luis Garcés González no ha recibido el verdadero reconocimiento que merece su obra. Su narrativa se erige como una de las más sólidas, interesantes e importantes de finales del siglo XX y de comienzos del siglo XXI en nuestro país, pero a pesar de ello hay cierta mezquindad con los justiprecios hacia él. Hay quienes dicen que si viviera en Bogotá, de seguro que sería valorado justamente y que estaría en el sitio privilegiado que merece en el gran edificio de la literatura colombiana.

Mas, Garcés González es superior a todas esas cicaterías, y no deja de crear, de investigar, de abrir caminos para que su literatura y la de muchos otros coterráneos y amigos, circule. Es fiel a su cotidiana labor escritural, a su inquirir por las cosas del mundo y por la idiosincrasia regional, a su preocupación por la preservación del medio ambiente, a su lucha por mantener vigente y vital una revista de arte y letras: El Túnel. La permanencia en  su pequeña ciudad natal (Montería) ha sido muy benéfica para su vida artística: le ha permitido nutrirse profundamente de las vivencias sociales, políticas, económicas, artísticas, religiosas, afectivas, fantásticas, culturales y sensuales de su gente, al tiempo que ha podido leer, investigar, escribir y razonar con mayor tranquilidad, con menores acosos del tiempo, de la contaminación, de la inseguridad y del canibalismo cultural, atesorando todas las órbitas, las estructuras y los contenidos diversos de su universo cotidiano, sin mantenerse al margen de la realidad mundial, muy por el contrario, relacionándola y contrastándola con la de su terruño.

Ahora, José Luis Garcés González acaba de publicar la novela Las espadas en receso del Conde de la Quimera, segunda de una trilogía que inició con Fuga de caballos. Es esta una obra colmada de agradables sorpresas técnicas, estilísticas y lingüísticas. No se encasqueta los rígidos moldes de la novela tradicional y, haciendo acopio de los desarrollos efectuados por los grandes maestros del género (Cervantes, Dostoievski, Rabelais, Melville, Proust, Joyce, Faulkner, Dickens…) los ha aunado a su propio estilo, a su  propio método y consigue materializar un texto que destila sabiduría narrativa y dominio de varias clases de lenguaje, al tiempo que ironiza, instruye, divierte, deconstruye, subvierte, polemiza, critica y se mofa de las liviandades humanas.

En Las espadas en receso del Conde de la Quimera, José Luis Garcés González usa un estilo que en muchos pasajes nos hace recordar  a los clásicos renacentistas, pero al poco ya estamos metidos en el lenguaje contemporáneo, en las estéticas formas de decir del realismo que siempre se condimenta con el gracejo, con el apunte irónico o mordaz. O con rasgos de lo maravilloso y de lo mítico. Hay una caracterización clásica de los personajes: suficiente y armoniosa. El discurso navega en ocasiones por los senderos de la preceptiva, pero no de la preceptiva anacrónica sino de una renovada y audaz. Los personajes son dinámicos, aunque trafiquen la cotidianidad, muestran facetas untadas de lo fantástico, de lo paradójico, lo absurdo o lo risible, entre ellos: el dadivoso Baquero Giraldo, enamorado de Narcisita, el médico y odontólogo Jorge Ramírez Arjona que se declaraba presidente de la república, sin olvidar al emblemático, flemático, irreverente y Blas Primero, el personaje estelar.

En cuanto a Menairot, el espacio en que se desenvuelve la trama podemos afirmar que a veces es la ciudad, pero a veces es el país  con sus personajes vernáculos y sus llagas. Cuando narra los inicios de Menairot el autor recurre a algunos elementos de la novela histórica y nos rubrica su comercio, sus vías iniciales, su fisonomía pueblerina. Del presente el autor se transporta al pasado, ofreciendo la posibilidad  de que el lector haga comparaciones, paralelos…Se aprecia un estrecho conocimiento de la flora y la fauna sinuanas.

Un elemento clave en la acción lo configura el gusto del Conde por la oratoria. A través del ejercicio de ella, Blas Primero describe, sentencia, reflexiona, historia el pasado parroquial, hace recomendaciones, sarcastiza, se hace usuario de una urticante ironía. Sus intervenciones discursivas ante públicos diversos y en escenarios múltiples, le permiten la emisión de ideas que fundamentan la vida, el estar, la ruptura de la cotidianidad y de la vacuidad del existir.

A lo ancho y largo del libro, el narrador entrevera versos, sentencias, relatos y crónicas  que se convierten en las columnas de la novela. Es particularmente interesante el entretejido de historias, como las de los lisiados que, de paso se convierten en medios para  criticar la inoperancia gubernamental,  la corrupción, la demagogia y  los desmanes de la burocracia en contra del pueblo raso. Se realiza, además, una incursión inteligente en nuestra realidad de violencia y de miseria.

Otra característica de esta novela es que hay un macro narrador y hay micros narradores. El personaje principal en ocasiones es narrador directo Hay momentos en que en un mismo capítulo el macro narrador alterna la narración con el personaje principal. ¿Se desdobla?

Toda la obra es un pretexto para la reflexión acerca de asuntos trascendentales  y cotidianos en la vida del humano. Ella, la obra, se convierte  en una oportunidad para acusar, para desvelar al establecimiento, para señalar las taras y miserias de la condición humana; para insistir sobre nuestra transitoriedad vital y sobre la decrepitud y deformación de los cuerpos, de la fortuna, de los sueños y de las aspiraciones.

Hay momentos en  que algunos capítulos tienen textura de tratado, de alegato filosófico, de preceptiva renovada, de una neo- ética y de manual para resistir y subsistir; es también recorrido por la historia, por las teorías sociales; es adicionalmente hermenéutica y exegesis, interpretación de la existencia y del hombre integral, de ese que puede llegar a ser héroe o villano, o payaso o basura; de ese que puede hollar la trascendentalidad  o la mediocridad. Igual, sirve de motivo para la reflexión y el aforismo, para la sentencia, para el juzgamiento y la condolencia.

Las espadas en receso del Conde de la Quimera es recuento de la vida en sus múltiples dimensiones, de las obras artísticas descollantes, de las costumbres, de las terquedades y virtudes de los artistas  de las distintas disciplinas. Es acopio de riqueza vocabular caribeña y de vocablos inventados por la necesidad de reseñar acciones, condiciones, atributos, o comportamientos (nombradura, maniculiteteo, tranquiloncho, hembras animalas, chondiado, orgasmeado, empostada. ). . Las nuevas palabras permiten darle mayor fidelidad a lo que se expresa.

El estilo empleado por el autor, a veces es jocoso, a veces burlón. Lo cierto es que subyace un humor  a través del que se inyectan eruditas informaciones, elementos filosóficos, sociales, antropológicos y psicológicos, que son presentados con un rostro menos rígido, con una elástica sonrisa o con rítmicas metáforas. Cunden los elementos demosóficos, las crónicas de costumbres, las de tradiciones gastronómicas y venéreas. Con relatos aparentemente casuales o desconectados de la dura realidad del país o del mundo, da razón de la dura verdad que padecemos. En el relato de los gaticos se aprovecha la relación que se hace de ellos y las estrategias con que se intenta salvarlos para, claramente, denunciar los asesinatos diarios y a mansalva de cientos  de personas; sin querer queriendo la novela desmenuza los sucesos de la realidad criminal que nos devora.

Doctos comentaristas de seguro disertarán más adelante acerca de lo gnoseología emocional de esta novela, celebrarán con autoridad las incursiones altamente racionales y existenciales que hay en ella, mostrarán las hondas preocupaciones ideológicas, artísticas y humanísticas que recorren sus páginas; otros, se aproximarán a los conflictos de los personajes, a la trama y sus peculiaridades y a otros asuntos, pero yo quiero particularizar algunos aspectos que la robustecen como novela en cuyo fondo festonea un existencialismo de nuevo cuño; no quiero soslayarlos porque son los condimentos que hacen del excelso condumio una mezcla sápida y feliz. Veamos:

  1. Deificación de la ruptura como medio que permite la instauración de nuevas y más refulgentes realidades. Así podemos apreciarlo en los capítulos iniciales: Al hacer referencia a uno de los papeles estelares  que cumple la novela, se manifiesta: Su empeño es la transgresión, crear o escribir en la medida en que salta el recuerdo. De lo agreste as lo tierno. De lo burlesco a lo incisivo. De lo sensual a la peligrosa utopía política. (Las espadas en receso del Conde de la Quimera, página 35)
  2. Preocupación por el devenir de la existencia humana, por nuestra estancia en las avenidas del libre albedrío: Nos prolongamos sin darnos cuenta. (Op cit, página 69) 
  3. El difícil rol que debe jugar la comunicación como elemento posibilitador del afecto, de la pertenencia al grupo o a la familia: Por leyes anónimas de las relaciones humanas, la gente, a veces sin sólidas razones, se acerca o se distancia. (Op cit, página 71)
  4. Desazón en torno a la fugacidad de la vida y al despilfarro que a veces hacemos de ella. Vivir cien años o más no equivale, en términos de aprovechamiento, de degustación vital integral al mismo periodo de tiempo. Ya lo decía Ingenieros: Muchos nacen, pocos viven. Pero Garcés González va mucho más allá en el señalamiento de la forma en que la malgastamos, a veces somos cuerpos que deambulan, entes que no tienen conciencia de sí mismos ni de su estar: La vida no se demora toda la vida. (Op cit, página 85), Todo cuerpo tiene su tiempo (Op cit, página 182)
  5. La presencia de un inexpugnable azar que determina la sucesión de los hechos. Muchas veces lo maravilloso o lo terrible puede darse en un momento que antes era simple, común: Una mañana rutinaria, sin nada especial, que es cuando suceden las cosas extraordinarias. (Op cit, página 131) Del destino no se salva nadie (Op cit, página 354)
  6. Magnificación de una ética de la solidaridad, de la fraternidad y el cooperativismo intrapersonal. Ayudar no significa esperar una contraprestación por ello. Ayudar debe ser ante todo un acto de amistad, una forma de ser con el otro y de posibilitar su alegría, su confort: Los favores que se pagan, dejan de ser favores. (Op cit, página 135).
  7. Ensalzamiento de la sensualidad como fuerza que vitaliza y nutre el alma; exaltación de Eros porque puede facilitar una mayor armonía para la existencia; un estado hedónico que puede ser llevado a su máxima expresión y al logro de un más cierto deleite si le agregamos el amor como aderezo mágico, el cortejo como fórmula: Para mantener la salud, la actividad y la vida hay que estar cerca del enamoramiento, próximos a la mujer que miramos, que abrimos y penetramos y que nos da sus olores y sabores y nos entrega fuerza y ganas de empujar hacia adelante. (Op cit, página 239) Aunque ello no es óbice para que se pueda hablar de un amor quizá más manso, más sublime: A veces se ama por el sexo y a veces se ama a pesar del sexo (Op cit, página 323).
  8. La (a veces) intolerante presencia del pasado que quisiéramos borrar, pero que no, que está allí, acariciándonos o zahiriéndonos, porque se sabe  parte de las galas o de las costras que se han sedimentado en nuestro discurrir. Saramago lo había advertido: El pasado, pasado está, creemos. Pero el pasado no pasa nunca, si hay algo que no pasa es el pasado, el pasado está siempre, somos memoria de nosotros mismos y de los demás, en este sentido somos de papel, somos papel donde se escribe todo lo que sucede antes de nosotros, somos la memoria que tenemos. Garcés González lo acepta, pero al tiempo reivindica el valor del presente, que puede ser salvación o condena atroz: Uno es lo que es, no lo que fue. (…) El pasado pesa y lo cargamos encima para que lo vean los demás. (Op cit, página 248)
  9. Angustia ante el tiempo que todo lo pudre, que todo lo deteriora y desguarnece, al decir del Maestro Héctor Rojas Herazo. El tiempo nos acuna, nos da oportunidades, pero no siempre estará para nosotros aunque sea eterno. Tenemos nuestras raciones de tiempo en este mundo. La sabiduría estará en saber usar cada ración de él. Uno de los personajes de la obra manifiesta con cierta acritud y desconsuelo: Todo es de momentos, de instantes, de lapsos… (Op cit 323). Habitamos el tiempo y no siempre lo vivimos de manera positiva, lo que obliga a que tengamos un tiempo para errar y otro para reparar, porque (…) el tiempo de la recapacitación es el tiempo del arrepentimiento (Op cit, página 373). Hay que absorber el instante, consumirlo a fondo, con intensidad, meterlo todo en los reductos del cuerpo. (Op cit, página 386)
  10. Aclamación de la palabra, esa hermosa herramienta creada por el hombre para, primero erigirse con fuerza como tal y para después consolidar los conocimientos, la sociedad, los avances espirituales, tecnológicos y científicos. Las palabras facilitan existir: Una forma de hablar puede llevar al amor (Op cit, página 369). Si las distribuimos con mesura y tacto, las palabras nos alcanzan para todo el trayecto de la existencia. (Op cit, página 377)  Y las palabras surgen para condenar los crímenes, pero no para modificar las actitudes. (Op cit, página 379.)

Novela copiosa y fértil es Las espadas en receso del Conde de la Quimera, una novela de la vida y para la vida.