Marcelo Colussi

Sida: (síndrome de inmunodeficiencia adquirido): síndrome que afecta el sistema inmunológico tornándolo deficiente, adquirido a partir del contagio por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). La definición no admite dudas.

Esta enfermedad produjo 80 millones de infectados desde inició en los años 80 del siglo pasado, cobrando casi 40 millones de vidas en este período. Diariamente más de 4.000 personas en el mundo contraen ese virus, básicamente por relaciones sexuales sin protección (97% de los casos), produciéndose más de 2.000 muertes cada día por su causa. Aunque gracias a los medicamentos antirretrovirales existentes la sobrevivencia una vez adquirido el virus puede ser de años, incluso con una buena calidad de vida, indefectiblemente su tasa de mortalidad es del 100%.

Aunque se sabe claramente qué es el Sida, no se generaron aún las políticas necesarias para revertirlo. En algunos lugares, como en África subsahariana, la infección llega a casi la mitad de la población total de algunos países, condenada irremediablemente a morir. Curiosamente una enfermedad como el Covid-19, con una tasa de mortalidad mucho menor, que no supera el 5%, movilizó de una manera monumental a la humanidad completa, y en un tiempo récord –un año, contra 10 a 15 como pasa en general con otros biológicos– contrariando todos los protocolos de investigación, se tuvo la vacuna para inmunizar a la población mundial completa. Curioso que quienes imponen los estándares mundiales (que son siempre poderes del Norte capitalista) aplauden las vacunas occidentales, desconociendo y/o torpedeando las chinas, la rusa y la cubana (tan o más efectivas que las anteriores).

La salud, desconociendo lo dicho en 1978 en la Conferencia Internacional sobre Atención Primaria realizada en Alma-Ata, en la antigua república soviética de Kazajistán, con su lema “Año 2000: Salud para todos”, vemos que cada vez más es un buen negocio para las grandes empresas farmacéuticas. Pero el VIH-Sida continúa presente, y si bien se han dado pasos importantes en su prevención y tratamiento, aún resta muchísimo por hacer.

Terrorismo: aquí es más difícil dar una definición. Se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que lo debaten no encuentran una versión convincente. Se dice que “se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna”.

En alguna Ley antiterrorista de algún país latinoamericano se lee que “Comete el delito de terrorismo quien con la finalidad de alterar el orden constitucional, el orden público del Estado o coaccionar a una persona jurídica de Derecho Público, nacional o internacional, ejecutare acto de violencia, atentare contra la vida o integridad humana, propiedad o infraestructura, o quien con la misma finalidad ejecutare actos encaminados a provocar incendio o a causar estragos o desastres ferroviarios, marítimos, fluviales o aéreos”. Curiosa definición, porque siempre son terroristas quienes atacan el orden constituido, con lo que queda blindada toda posibilidad de transformación social, por atroz que sea la injusticia en juego. Protestar públicamente, entonces ¿es terrorismo?

Para ampliar esa confusión sobre el tema, digamos que también se habla de “terrorismo de Estado”: lo que sucedió en numerosos países latinoamericanos durante los álgidos años de la Guerra Fría, cuando los propios gobiernos, utilizando fondos públicos (impuestos de la población) llevaron a cabo “guerras sucias” con atentados contra la vida de numerosos personas, desaparición forzada, torturas, masacres, entierros clandestinos colectivos, robo de niños, violaciones sexuales sistemáticas, todo para “mantener el orden” y evitar “caer en las garras del comunismo”, para evitar una “cabeza de playa de Moscú en estas tierras”.

Según datos a nivel mundial, ese mal definido terrorismo mata en promedio 12 personas diarias, contra 2,424 que produce el VIH-Sida. Lo curioso es que el terrorismo ha movilizado buena parte de las últimas guerras, impulsadas siempre por Estados Unidos y secundadas por la OTAN. Pero pese a tantas guerras antiterroristas, y una vez más “curiosamente”, el terrorismo no termina. Pareciera, por el contrario, que no hay el mínimo interés de terminarlo. ¿Buen negocio para el complejo militar-industrial?

La invasión estadounidense a Afganistán en el 2001, pretendida respuesta al atentado contra las Torres Gemelas en New York el 11 de septiembre de ese año, marcó el formal inicio de la potencia en su “guerra contra el terrorismo”. Esa fabulosa cruzada universal contra ese flagelo, contra esa nueva “plaga bíblica”, solo logró alimentar en forma creciente más y más grupos catalogados como “terroristas”. Muy probablemente eso es lo que se busca por parte de Washington, con lo que mantiene en movimiento perpetuo su maquinaria bélica. Dígase de paso que los principales países “terroristas” tienen siempre, curiosamente, petróleo, gas o minerales estratégicos en sus entrañas. En estos momentos, pese a la dificultad de saber con exactitud qué es “terrorismo”, el gobierno de Estados Unidos mantiene actividades antiterroristas en más de 80 países, con ganancias de más de 300.000 millones de dólares anuales producto de la venta de armas para combatir ese “mal”.

O hay un error en los cálculos, o evidentemente la apreciación de los estrategas que formulan las hipótesis de conflicto desde el imperio yanki se equivocan, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana en el impreciso “terrorismo” que en esta enfermedad del VIH-Sida. O, más crudamente: el negocio en juego no permite objetividad. ¿Es realmente prioritaria esa inversión en armamentos cada vez más sofisticados que la salud de los infectados con el VIH? El capitalismo, como vemos, no puede ofrecer salidas a los problemas de la humanidad. En ese sentido son totalmente válidas las palabras de Rosa Luxemburgo: “Socialismo o barbarie”.

Marcelo Colussi