Por LUCERO MARTÍNEZ KASAB*

 Había una vez un pueblo en un reino muy lejano que pasaba hambre y frío debido a unos reyes codiciosos que olvidaron darle una buena vida a la gente, explotaban a los labriegos y a las tierras ricas en piedras preciosas, oro, plata, valles, ríos, montañas y mares.  

Hasta que un día los pobladores se levantaron de su postración decidiéndose a no recibir más a los enviados de los reyes, eligieron a uno de los suyos, un aldeano, que desde su tierna juventud había luchado por los desposeídos defendiéndolos de los abusos de los monarcas y de los gobernantes traidores que se habían vendido por unas cuantas monedas. El aldeano en mención dio las gracias por el honor de haber sido elegido jurando que los defendería, incluso, a costa de su propia vida. Los mayores en señal de compromiso le impusieron un sombrero elaborado con hilos de oro que le daban vuelta a toda la prenda, festejaron con alegría el sencillo rito que se acababa de cumplir.

El elegido viajó por la comarca lleno de amor por su gente siendo recibido por ancianas y ancianos que permanecían sentados al frente de sus casitas deshechas por la pobreza; los hombres más jóvenes corrían detrás de él ofreciéndose para entrar en ese pequeño ejército no con armas sino con azadones para cultivar los campos; las mujeres con sus hijitos cargados en las espaldas brindaban comida y bebida, había nacido la esperanza para todo ese humilde caserío.

Pasados varios meses el trigo en el campo volvió a florecer cubriendo de color amarillo la pequeña llanura, las aguas del riachuelo corrieron de nuevo calmando la sed de los habitantes, las aves regresaron a hacer sus nidos en lo más alto de los árboles, de las chimeneas de las casitas salía el aroma del pan atrayendo a los niños que jugaban felices en los portales. El aldeano al atardecer iba de hogar en hogar preguntando por la nueva vida de las personas quienes, felices, lo invitaban a compartir la mesa sirviéndole una deliciosa sopa que él tomaba complacido.

Pero, una gran parte del pueblo permanecía hostil al aldeano, eran personas que no iban al campo a sembrar el trigo sino a quemarlo, a veces, se escondían en el bosque para asustar a los enamorados que paseaban por el sendero de los olorosos eucaliptos, se robaban los huevos debajo de las gallinas y los patos más bonitos del lago. A esas personas se les fueron desfigurando los rostros, las orejas se les crecieron, los ojos se les extraviaron, los pómulos se les hundieron. Las mujeres perdieron sus cabellos quedándoles unos pocos como hilos secos que les colgaban de las sienes, sus voces se convirtieron en unos extraños sonidos insoportables de escuchar.  Los hombres perdieron los dientes, al reírse sólo se les veían los colmillos rodeados de una espuma oscura, sus narices se volvieron carnosas cayéndoles sobre la boca. Eran adefesios que se oponían a que los ancianos del pueblo recibieran todos los días el pan, la sopa y el vino que los lugareños preparaban. Les daba envidia que el aldeano hubiera conseguido la ayuda de unas hadas madrinas para que aparecieran por las noches a curar a los enfermos. Aborrecían que un profesor del reino vecino viniera a enseñarles a leer, a pintar y a bailar a los niñas y niños quienes eran felices aprendiéndose trabalenguas y adivinanzas que luego les mostraban a sus padres.

El aldeano, preocupado por cumplir su juramento ante el pueblo trataba por todos los medios de convencer a aquellos seres monstruosos sobre la importancia de vivir en fraternidad, pero, entre más les hablaba más lo escupían, entonces, decidió irse a caminar por los senderos del bosque para tratar de encontrar una solución. Caminó tan absorto en sus pensamientos que sin darse cuenta se extravió por entre tantos árboles, de pronto, escuchó una dulce voz que salía detrás de unas flores, él buscaba esa vocecita sin poder ver a nadie hasta que un gnomo saltó ante sus ojos diciéndole: no te asustes, buen hombre, estoy aquí para ayudarte. Pero, ¿eres de verdad? –Preguntó el aldeano con sus ojos bien abiertos-. Sí, pero nunca vayas a decir que me conociste, estoy aquí para ayudarte con tu pueblo. Descuida, duendecillo -le respondió el hombre- pero, ¿de dónde vienes, ¿cómo te llamas? El gnomo sonrió vengo de Guaraní, la tierra de las palabras y mi nombre es Kuarey rayque en tu idioma es ¨pequeña llovizna de sol¨. -El aldeano no pudo ocultar su asombro- ¡Vaya, qué nombre más hermoso tienes!  Sí, es cierto, es bello, lo soñó mi madre especialmente para mí –respondió orgulloso el duendecillo-. – El aldeano continuó- dime, ¿cómo me vas a ayudar? Diciéndote la verdad: esos lugareños que están contra las cosas buenas que tú haces están embrujados, quedaron así después que los gobernó el último enviado de los reyes quien le hizo un gran daño al puebloPero, ¿por qué los demás están bien?, –preguntó el hombre-. Porque, yo alcancé a protegerles sus espíritus de la influencia de las malas palabras de ese gobernante…, el aldeano se quedó pensativo, hasta que volvió a preguntar, ¿malas palabras?, ¿qué crees que debo hacer, entonces, querido amigo?

Le puede interesar: Compre aquí el libro La Artillería de la Libertad, del periodista Gonzalo Guillén

El duendecillo empezó a caminar en círculo alrededor de un pequeño charco de agua mientras le preguntaba: dime una cosa, ¿hay alguna palabra que uses con frecuencia al gobernar para los campesinos? El aldeano quedó un poco desconcertado, después de unos minutos, respondió, bueno…, no sé, yo les hablo de reformar las cosas que no funcionan bien… El gnomo le saltó furioso, ¡eso!, ¡la palabra reforma! Dime, ¿la has mencionado mucho? El aldeano le respondió que sí. El geniecillo se le acercó censurándolo con su diminuta manito, ¡has cometido un gran error!, la gente le tiene miedo a esa palabra, siempre se la escuché a aquél mal hombre y a todos los enviados por los reyes…, porque, con esa palabra los han engañado por siglos, los ilusionaban y no hacían más que acabar con los campos, secar los riachuelos, espantar a los pajaritos mientras esos gobernantes se enriquecían con el trabajo de la pobre gente, ¨vamos a reformar¨, ¨vamos a reformar¨, ¨vamos a reformar¨,  ¡repetían cada vez que los reyes querían más riqueza, haciéndoles creer que sería bienestar para el pueblo! Así que esa palabra es mala dentro de la memoria de la gente.

El duendecillo miró al aldeano quien quedó cabizbajo, continuó con tierna voz, quiero enseñarte algo de mi antiguo mundo guaraní, la ¨mística de las palabras¨. Para nosotros ellas tienen alma, nosotros no poseemos a las palabras, ellas nos poseen a nosotros, pero eso no lo saben allá en el castillo. Por eso, cuando a los campesinos los engañan con las palabras que no se cumplen, ellas desarrollan un alma mala, entonces, tomando posesión de las personas las embrujan, como esa palabra que dijiste, ¨reforma¨, que los volvió como si fueran monstruos. Escucha con atención, cuando llegues a un lugar nunca uses las palabras que han hecho daño a la gente, si deseas hacer algo bueno dilo con palabras nuevas, con el alma nueva, no repitas lo que ha hecho daño. El aldeano no daba crédito a sus oídos lo que me has dicho es lo más sabio que alguna vez volveré a oír…, y, tienes razón, me he equivocado al usar esa palabra, dime, ¿ahora qué puedo hacer?

¿Qué quieres para tu pueblo?  Preguntó el duendecillo. El aldeano le contestó: Cumplir mi juramento de defenderlo de la tiranía de los reyes haciendo un buen gobierno para darles felicidad.  ¡Vaya bobadita la que has prometido! , -comentó entre sarcástico y divertido el gnomo, después dijo un poco circunspecto- tu corazón es generoso, el acto de creer es ante todo el acto de decir, la palabra buena ilumina a quien la dice, así, que busca palabras nuevas que no hayan sido pronunciadas por los malos para que se las digas a tu pueblo, con eso lo sacarás del embrujo, pero, te advierto, no todas las personas regresarán del hechizo; algunas se quedarán así, siendo monstruos para siempre, serán aquellas que nunca reconocieron el alma de las palabras, haz de olvidarte de esas personas, sigue adelante… El duende, pronunció una última frase que el aldeano no pudo descifrar, en un instante desapareció por entre los escarabajos de la tierra. El hombre alcanzó a agradecerle la maravillosa ayuda, luego, se adentró en sus propios pensamientos buscando una palabra diferente a esa de, reformacon ese ¨re¨ aludiendo a repetición y ¨forma¨ a figura, a contorno, a aspecto…, no, eso no era lo que él quería para su pueblo, ¡cómo no se había dado cuenta!

Encontrando el camino de regreso se fue a leer sus viejos libros para buscar aquellas palabras que tuvieran el alma de un buen futuro para su pueblo, él quería decirles que con las nuevas acciones iban a estar más bien que antes, que iba a mejorar, a transformar, a modificar lo que tan mal habían hecho los gobernantes enviados por los reyes…, ¡mejorar, transformar, modificar!, se detuvo en esas palabras…, ¡las encontré!, cualquiera de las tres es pasar a un estado virtuoso, son palabras buenas…, ¡esas son!,  iré al pueblo a hablarles a todos que desde ahora el gobierno corregirá los errores que les han hecho daño.

Fue así como el aldeano convocó en asamblea al pueblo al pie de la montaña. Adelante estaban las mujeres seguidas por los hombres que cultivaban el campo, detrás a los lejos, aquellos que se habían trasformado en monstruos listos a escupir a los demás asistentes, de pronto cuando el aldeano provisto del sombrero con las vueltas de oro pronunció aquellas palabras buenas…, querido pueblo, he meditado mucho…, en el bosque un genie… –el aldeano se detuvo- he tenido un sueño que me hizo recapacitar sobre lo que ustedes se merecen…, -el aldeano dudó un poco- no un gobierno reformado, no,  sino uno que mejore sus mañanas, que transforme la rutina de  sus días dando gracias a la tierra, que modifique la vida cuidando el riachuelo para que nos entregue agua y peces, sanando los disgustos entre todos…,  desde la gran montaña  comenzó a bajar una sutil neblina que purificó el aire tornando rosadas las mejillas de los pequeños, brillantes los ojos de la mujeres, fuertes a los varones, entonces, empezaron a alabar la llegada de las palabras buenas y a olvidar a esa otra palabra mala que les había confundido el entendimiento. Suavemente entonaron viejas canciones de su historia que hablaban de la abundancia del cariño, del perfume de las flores y del color de los vinos.   A lo lejos los monstruos retornaron a sus rostros afables, ahora, sonreían, pero otros, unos pocos, quedaron como engendros para siempre.

Por fin el aldeano podía trabajar por el bien de todos con las nuevas palabras. Cuando reinó la paz y la alegría el hombre pudo entender la última frase del geniecillo: habrá palabras buenas mientras haya un pueblo que, creyendo en sí mismo, sueñe y cante.

* luceromartinezkasab@gmail.com /https://www.lanuevaprensa.com.co/

Siguenos en X …@PBolivariana