Sergio De Zubiría Samper*

La información revelada por la Revista Cambio (2025, 23 de noviembre) sobre el asesinato de menores de edad entre 2015 y 2025 tendría a un país empático con la infancia paralizado por la tragedia. Según este medio “214 menores de edad fueron reportados como muertos por acciones atribuidas a integrantes de la Policía Nacional o de las Fuerzas Militares, pero la cifra podría aumentar teniendo en cuenta que la información de 2025 aún no ha terminado de consolidarse”. En el gobierno actual (2022-2025) han fallecido 17 niños por explosivos de las Fuerzas Militares y el poder ejecutivo sostiene que seguirán los bombardeos. La perplejidad y el sufrimiento anuncian su prolongación infinita.

Hemos sostenido en anteriores escritos, que la noción de “edad de los extremos” (E. Hobsbawm), la categoría de “contradicción” y el concepto de “bloque de poder contrainsurgente” (Franco, 2009) pueden contribuir a comprender las características y perspectivas del conflicto armado interno colombiano. Consideramos que el pensamiento crítico colombiano debe asumir estas tareas reflexivas y no dejar en manos de los medios noticiosos hegemónicos la problemática de la construcción de paz. Los artículos recientes de Fabricio Muñoz, Laura Bonilla, Renán Vega y Alberto Pinzón conforman fuentes importantes para colaborar con esta tarea crítica.

La presente reflexión entabla un diálogo con las anteriores publicaciones y ratifica como en estos tiempos de crisis la construcción teórica colectiva se convierte en una obligación ética y política. Retomamos la pregunta central del trabajo de F. Muñoz: “¿Asistimos a una maniobra que busca recomponer gobernabilidad mediante la exhibición de fuerza o a la continuidad silenciosa de un orden contrainsurgente que, pese a los discursos reformistas, sigue organizando la economía y el territorio bajo la primacía del control militar?”. La respuesta dominante ha sido que se trata de una decisión coyuntural o de última hora del poder ejecutivo y las fuerzas militares para mostrar fuerza y recuperar “gobernabilidad”, especialmente, ante el deterioro de relaciones con el gobierno norteamericano. Una respuesta que consideramos limitada y ausente de perspectiva histórica.

Dividimos esta presentación en tres momentos. En la primera parte asumimos la potencia explicativa de la noción de “edad de los extremos” para interpretar la prolongación del conflicto y analizar la utilización de los bombardeos como política de Estado. La segunda enumera algunas contradicciones y vacíos estructurales de la denominada política gubernamental de “paz total”. La tercera explora el concepto de “bloque de poder contrainsurgente” y “Estado contrainsurgente” como categorías centrales para develar la militarización expansiva de la solución del conflicto colombiano.

La potencia explicativa de la “edad de los extremos”

En Historia del siglo XX, E. Hobsbawm utiliza el término “edad de los extremos” para caracterizar el tríptico que compone ese siglo oscilante. De 1914 a 1991, la historia occidental atravesó tres etapas claramente pendulares. La primera (1914-1947) abarca las guerras mundiales, el fascismo, la Gran Depresión, la bomba atómica y los campos de concentración; quizá uno de los momentos más trágicos de la historia europea. La segunda (1947-1973) corresponde a la “edad de oro” de la modernidad capitalista y a un período de avances significativos en los indicadores económicos y sociales. Finalmente, la tercera (1973-1991) marca el retorno a una época de crisis, desastres y guerras.

En Colombia, quizá desde el gobierno de Turbay Ayala (1978-1982) hasta hoy, durante más de cuatro décadas, los colombianos y las colombianas hemos vivido una experiencia pendular entre la guerra y la paz. En algunas investigaciones históricas se utilizan nociones como “oscilación entre la guerra y la paz” (F. González), “procesos de paz cuatrienales” (M. Palacios) o una “falsa disyuntiva” (V. Franco). Hemos pasado en días, a veces en minutos, de la máxima esperanza en la paz al recrudecimiento exponencial de la barbarie; hemos vivido actos en nombre de la paz en pura lógica de guerra. Ejemplos son muchos, pero dos son muy elocuentes: (a) El mismo día que se elegían los constituyentes que redactaron la Carta de 1991, el 9 de diciembre de 1990, se realizó el bombardeo de Casa Verde, el lugar icónico del secretariado de las FARC-EP; (b) El plebiscito ciudadano del 2 de octubre de 2016, para ratificar el acuerdo de Paz entre el gobierno y las FARC, fue derrotado con una abstención del 63% y una diferencia de 60.396 (0,5%) votos. Habría que añadir a este ignominioso listado el bombardeo del 10 de noviembre de 2025: el asesinato de 7 niños y niñas por un gobierno “progresista”, el reconocimiento posterior de otras muertes de menores por bombardeos, las justificaciones digitales de este acto atroz y la ausencia de arrepentimiento. La percepción del tránsito en segundos de la “paz total” a las bombas mortíferas. 

Las nociones de orden, guerra contrainsurgente, bloque de poder y Estado contrainsurgente son relevantes para comprender el extenso conflicto interno colombiano. Son categorías complementarias que se patentizan en la transmutación de la dirección estatal en un “Estado contrainsurgente”. Además, no son anomalías colombianas, sino características compartidas con otros países de la región, como es el caso de Guatemala. Un fenómeno con raíces profundas en la historia, las mentalidades y las culturas hegemónicas. En el caso colombiano, aunque pueden existir antecedentes, se afianzó el orden contrainsurgente desde la década del cuarenta del siglo XX. Develar estos dispositivos contrainsurgentes es una tarea central del pensamiento crítico.

Los efectos de esta oscilante situación existencial o “edad de los extremos”, tendrán que investigarse y sus huellas psíquicas posiblemente sean indelebles. De todas maneras, son previsibles ciertos efectos y consecuencias. Primero, existe una dificultad persistente en Colombia para distinguir entre una situación “normal” y otra de “anormalidad”, entre legalidad e ilegalidad, orden y caos, así como para reconocer que esta antítesis entre guerra y paz puede convertirse en un dispositivo más de la guerra (M. Palacios). Segundo, es necesario admitir que gran parte de la disputa actual y de la perpetuación del conflicto colombiano se libra mediante la propaganda, los medios de comunicación, las redes sociales, las nuevas tecnologías y los fabricantes de la llamada “opinión pública”. Tercero, debe subrayarse la absoluta dependencia de la acción política contemporánea respecto de estas maquinarias propagandísticas, que fomentan la pérdida de fronteras entre guerra y paz y la “naturalización” de la oscilación entre extremos. Cuarto, las guerras contemporáneas están siempre vinculadas a la instrumentalización del odio, el miedo y la agresividad, en un contexto donde la manipulación de la vida emocional desempeña un papel central. 

Las reflexiones de L. Bonilla cuestionan cómo Colombia y el Estado les han fallado dos veces a estos niños, niñas y adolescentes: la primera, cuando el país “no movió una pestaña” para evitar su reclutamiento y el Estado “renunció a la prevención”; la segunda, cuando la respuesta a ese fracaso preventivo fue el bombardeo y la muerte. El reclutamiento obedece a “razones estructurales más profundas”. Bonilla también subraya cómo “Colombia ha normalizado algo que es, sin exagerar, una de las expresiones más crueles y moralmente insoportables de nuestra historia reciente”. Advierte, además, sobre el mayor peligro: la “normalización” de los bombardeos y la “naturalización” de que adolescentes y niños sean considerados “objetivo legítimo”, como lo ha expresado el ministro de “guerra”, Pedro Sánchez. Esta “naturalización” prepara a la “opinión pública” para adaptarse a la guerra: si lo hace un gobierno “progresista”, cualquier gobierno “puede” y “debe” hacerlo. Así, el uso permanente de los bombardeos podría convertirse en una legítima “política de Estado” y no solo de gobierno. 

Con asombro se constata la columna en El Espectador del exministro de Justicia, Yesid Reyes, quien propone una falacia jurídica al equiparar un enfrentamiento armado cuerpo a cuerpo con un bombardeo indiscriminado. Se trata de una argucia argumentativa para “legitimar” los bombardeos; una apelación a la “legítima defensa” como dispositivo del discurso contrainsurgente para escalar la guerra. Afirma Reyes: “Un soldado estaría legitimado para disparar contra un civil (independientemente de su edad) cuando este se dispone a usar o usa un arma de fuego en su contra; y este proceder es válido no solo en una situación de enfrentamiento, sino también cuando la reacción apropiada sea por vía aérea”.

Sabemos que, en una época propensa a conflictos híbridos de diversa intensidad, “prepararse” para la guerra es casi librarla, y que esa disposición germina de inmediato en la prensa y en las redes sociales. La habituación a esta “edad de los extremos” favorece la expansión de la conflictividad militar y la violación del DIH, no su mitigación.

Contradicciones y fragmentación en la “paz total”

Las contradicciones en la política gubernamental de la “paz total” no se han presentado en este último período, como suelen sostener algunas noticias periodísticas y ciertos fanáticos “progresistas”. Algunas de sus contradicciones teóricas, metodológicas y prácticas, como en todo movimiento de lo real, están en sus inicios, y otras se han agudizado en su devenir. El fenómeno reciente son sus nítidas tendencias a la fragmentación. No pretendemos en este escrito enumerar el conjunto de contradicciones y procesos de fragmentación (ver: Revista Izquierda, No. 122), tan solo priorizar algunas que consideramos centrales.

En el plano teórico, la contradicción central ‒presente desde el origen‒ se manifiesta entre el “vaciamiento teórico-conceptual” y la “desorientación en la acción práctica” de la denominada “paz total”. Hemos sostenido la inexistencia de un documento fundacional que exponga y analice la naturaleza, los objetivos, los alcances, las metodologías y las consecuencias de este proyecto gubernamental. Ningún académico riguroso podría afirmar que existe una fundamentación teórica suficiente de la “paz total”. La ausencia de un texto que la sustente plantea el interrogante de si se trata de una acción intencional, una omisión inconsciente o la expresión de un activismo sin teoría. En cualquier caso, permite el despliegue de una contradicción peligrosa: este “vaciamiento conceptual” agudiza la desorientación, el empobrecimiento y la dispersión de la acción práctica en materia de paz.

En la dimensión metodológica, la contradicción fundamental ‒también originaria y profundizada con el transcurso del proceso‒ se expresa en la tensión entre una paz que articula necesariamente lo nacional y lo regional, y una paz restringida a lo territorial particular. Aunque tampoco existen documentos fundacionales, las declaraciones de los delegados gubernamentales han configurado una narrativa de “paz chiquita local”. Algunas de sus conjeturas son: (a) no existe un conflicto armado nacional ni insurgencias que aspiren al “poder central”; (b) no hay una violencia en mayúscula, sino violencias en plural, dispersas y diseminadas; (c) como el Estado no ha llegado de manera “sostenida” y con “suficiente intensidad” a los territorios, se requiere un esfuerzo financiero para implementar proyectos productivos eficaces y rápidos; (d) el desescalamiento y la reducción de homicidios van disminuyendo gradualmente la intensidad del conflicto; y (e) la suma de “paces chiquitas” conforma la “paz total”. La contradicción se despliega cuando la idea y la práctica de la “paz total” se van transmutando en la más reducida y micrológica de las paces.

La contradicción práctica sustantiva puede denominarse una “contradicción performativa” y surge cuando el contenido proposicional de una declaración contradice los presupuestos que permiten afirmarla (por ejemplo, declarar que “estoy muerto”). Hemos transitado de una discursividad gubernamental que subrayaba la “política del amor”, la “seguridad humana”, la “convivencia” y la “paz total”, a una discursividad de “paz” inscrita en lógicas de guerra y destrucción mediante la pacificación armada. Dimensiones simbólicas protegidas para la construcción de paz ‒como la supresión de bombardeos, la aspersión aérea o la representación civil en el Ministerio de Defensa‒ se resquebrajaron. La contradicción se despliega cuando un discurso inaugural de “paz” y “amor” es reemplazado por acciones y narrativas que evidencian la naturalización de un posible “bloque progresista contrainsurgente”.

La manifestación más notoria de la fragmentación se observa en la suposición de que una “paz chiquita local” equivale a la consecución de la “paz total”. Puede denominarse una “fragmentación” en la dimensión de la estrategia o política de paz, especialmente en el ocaso de un gobierno. El propósito “total” o “general” de la estrategia se ralentiza en sus dimensiones cuantitativas y cualitativas hasta mutar en micro indicadores poco significativos. Lo “total” termina transmutado en lo “hiperparticular”. Por ejemplo, asumir que la reducción de la tasa de homicidios en un territorio, algunas inversiones y la creación de posibles zonas de ubicación conducen ineluctablemente a la “paz total”.

La expresión más preocupante de esta “fragmentación” de la estrategia de “paz total” es la situación actual de violencia en los territorios concretos, junto con el crecimiento exponencial del conflicto armado interno en diversas regiones de Colombia. No existen políticas públicas y sociales sostenidas para su mitigación. Puede sostenerse que la máxima expresión de esta fragmentación aparece cuando los objetivos de la política se ralentizan mientras los bombardeos se convierten en la “solución final”.

Dispositivos contrainsurgentes y neoliberalismo

Los artículos de Fabricio Muñoz, Renán Vega y Alberto Pinzón sitúan el análisis en los diversos dispositivos contrainsurgentes que caracterizan la extensa historia del conflicto colombiano. La perspectiva de F. Muñoz postula que los bombardeos emergen como “un dispositivo contrainsurgente que actúa como engranaje del orden neoliberal, es un dispositivo que vigila, desplaza, bombardea y reconfigura poblaciones, un dispositivo que clasifica vidas según su utilidad para el mercado y que emplea la fuerza como método para producir las condiciones que el capital exige”. El típico dispositivo del Hacer vivir, dejar morir de la gubernamentalidad neoliberal en M. Foucault. Su respuesta al interrogante con el que abre este ensayo es contundente: los bombardeos son la continuidad silenciosa de un orden contrainsurgente que, pese a los discursos reformistas, sigue organizando la economía y los territorios. 

Para R. Vega, los bombardeos evidencian una “contrainsurgencia con marca estadounidense-sionista” que, revestida de una “contrainsurgencia humana”, se pone al servicio del imperialismo; una contrainsurgencia fortalecida por un “sionismo profundo” que “nuevamente” convierte a Colombia en una “potencia mundial de la muerte”. La vieja contrainsurgencia anticomunista, dominante desde el 9 de abril de 1948 hasta hoy, se refuerza ‒según Vega‒ con ese “sionismo profundo” y en el contexto retórico de un gobierno supuestamente “progresista”.

Las meditaciones de A. Pinzón, en debate con el ex negociador Camilo González, también centran su atención en el orden contrainsurgente. El “galimatías” contrainsurgente se manifiesta en un “consenso anticomunista de Estado”, que pretende despojar de connotación política a la larga resistencia popular legal e ilegal contra el terror del Estado. Un “consenso” contrainsurgente que, de acuerdo con el autor, se remonta a la ejecución extrajudicial de J. E. Gaitán en 1948, que “originó el conflicto interno colombiano”. Señala con profundidad que evitar el tema esencial de los contenidos contrainsurgentes y neoliberales de la Constitución de 1991, contribuye a colaborar o negar los dispositivos del orden contrainsurgente instalado en Colombia. 

En el plano teórico, la contradicción central ‒presente desde el origen‒ se manifiesta entre el “vaciamiento teórico-conceptual” y la “desorientación en la acción práctica” de la denominada “paz total”. Hemos sostenido la inexistencia de un documento fundacional que exponga y analice la naturaleza, los objetivos, los alcances, las metodologías y las consecuencias de este proyecto gubernamental. Ningún académico riguroso podría afirmar que existe una fundamentación teórica suficiente de la “paz total”. 

Consideramos que las reflexiones anteriores contribuyen significativamente a ubicar la problemática de los bombardeos en un horizonte histórico y crítico. Proponen una interpretación más allá de una lectura coyuntural, juridicista y mediática. Inspirados en estas fuentes vamos a sostener un conjunto de tesis, considerando que comparten, con ciertos matices y acentos, el mismo horizonte interpretativo. 

Primera: las nociones de orden, guerra contrainsurgente, bloque de poder y Estado contrainsurgente, propuestas en las investigaciones de V. Franco, son relevantes para comprender el extenso conflicto interno colombiano. Son categorías complementarias que se patentizan en la transmutación de la dirección estatal en un “Estado contrainsurgente”. Además, como lo afirma la investigadora, no son anomalías colombianas (“falsa creencia”), sino características compartidas con otros países de la región, como es el caso de Guatemala. Un fenómeno con raíces profundas en la historia, las mentalidades y las culturas hegemónicas. En el caso colombiano, aunque pueden existir antecedentes, se afianzó el orden contrainsurgente desde la década del cuarenta del siglo XX. Develar estos dispositivos contrainsurgentes es una tarea central del pensamiento crítico.

Muñoz, Vega y Pinzón interpretan los bombardeos en una temporalidad de larga duración y en el horizonte de dispositivos contrainsurgentes. No se trata de acciones coyunturales o decisiones voluntaristas, sino que hacen parte de complejos mecanismos institucionales y prácticas políticas que conforman una típica estrategia estatal contrainsurgente. 

Segunda: este proceso de larga duración en nuestro continente tiene estrecha relación con los procesos de modernización capitalista de mediados del siglo XX y la consolidación de un “Estado contrainsurgente”. La implantación de las contrarreformas neoliberales acentúa la guerra contrainsurgente. Los trabajos de Loic Wacquant, Castigar a los pobres (2009), y Pierre Dardot y Christian Laval, La opción por la guerra civil. Otra historia del neoliberalismo (2024), tematizan el tipo de guerra que potencia la acumulación neoliberal. 

Según L. Wacquant, el Estado neoliberal emplea tres estrategias para “castigar” a los pobres y vulnerables. La primera consiste en socializar el desempleo y el subempleo mediante la expansión de políticas asistencialistas; la segunda, en medicalizar a los pobres como enfermos activos o potenciales (drogadictos, alcohólicos, “locos”, “sucios”, portadores de sida, etc.); la tercera, en exacerbar la penalización, haciendo de la cárcel un “contenedor judicial” al que se arrojan los desechos humanos de la sociedad de mercado.

La ausencia de un texto que sustente la “paz total” plantea el interrogante de si se trata de una acción intencional, una omisión inconsciente o la expresión de un activismo sin teoría. En cualquier caso, permite el despliegue de una contradicción peligrosa: este “vaciamiento conceptual” agudiza la desorientación, el empobrecimiento y la dispersión de la acción práctica en materia de paz.

Para P. Dardot y C. Laval, considerar que la dimensión autoritaria del neoliberalismo y su proximidad al fascismo son parte de su ruina actual es un error, porque su pulsión autoritaria forma parte de toda su historia y está en su propia génesis. Su modus operandi es una “guerra civil” contra los trabajadores, la solidaridad social y la igualdad. Se trata de una guerra del Estado contra las poblaciones y los territorios que intensifica la represión policial y judicial contra aquellos sectores que alteren el orden social y desafíen el poder dominante.

Muñoz destaca el “trasfondo neoliberal” del dispositivo contrainsurgente. Se establece en Colombia un vínculo entre seguridad y economía para que los proyectos extractivos avancen, la inversión fluya, aunque haya que desplazar comunidades completas. Los territorios incrementan su valor mercantil al ser despejados de poblaciones incómodas. Gobiernos que se “anuncian como transformadores” terminan atrapados en la arquitectura de ese modelo económico neoliberal, lo que ha llevado a filósofas como Nancy Fraser a formular el término “neoliberalismo progresista”. 

Tercera: los bombardeos no son un cambio tardío de táctica de la política de “paz total” del actual gobierno; las contradicciones primigenias de esta política pública contienen componentes contrainsurgentes. No se trata de una simple “aventura militar”; una evaluación crítica de la génesis, despliegue, tendencias y prácticas de la política de “paz total” puede develar dispositivos inmanentes contrainsurgentes. Para R. Vega, se “suponía” que en este cuatrienio presidencial del progresismo cesarían aquellos procedimientos que caracterizaron a la contrainsurgencia desde hace 75 años, entre ellos los bombardeos a campesinos e insurgentes, pero esto ha sido incumplido y, por el contrario, se ha restaurado la “vieja contrainsurgencia anticomunista” de siempre. Según A. Pinzón, se está develando el “neoliberalismo embozado” del M19 y su giro anticomunista hacia la “moderna contrainsurgencia”.

Consideramos que la siguiente afirmación del entonces candidato del Pacto Histórico, en una entrevista concedida a Vicky Dávila en 2022 ‒“en tres meses se acaba el ELN”‒, y que pasó bastante inadvertida, ya evidenciaba propósitos que hoy resultan llamativos. Además de su marcado voluntarismo autoritario y del supuesto desconocimiento de los procesos reales de paz, esa frase revela el núcleo motivacional de la guerra contrainsurgente: el contraste entre los discursos performativos y las prácticas (“paz total” y bombardeos); la restauración y configuración del “odio contrainsurgente” (V. Franco); la utilización de todos los medios para derrotar a los insurgentes, y el afán por la conservación del poder. 

El hito práctico de esta discursividad contrainsurgente es la denominada “Operación Perseo”: el 12 de octubre de 2024, un día simbólico de la resistencia indígena y campesina, se ejecuta una ofensiva militar con más de 1.400 unidades para “recuperar” la zona del Cañón del Micay (Cauca). Recuperar los territorios a “sangre y fuego” ha sido la estrategia “de manual” de la contrainsurgencia en Colombia; ejemplos de ello son la “Operación Marquetalia” contra cerca de 50 campesinos en 1964 o, más recientemente, la “Operación Orión” contra jóvenes de sectores populares en las comunas de Medellín, entre muchas otras.

Según Muñoz, el Cauca, a un año de la “Operación Perseo”, es una región más fragmentada que antes; la insurgencia ha cambiado de tácticas; el conflicto, lejos de “reducirse, se redistribuye. El Estado incrementa su presencia armada, pero no su capacidad para conducir políticamente la vida del territorio. La guerra no se resuelve, se desplaza”. Por lo tanto, los bombardeos no son una excepción ni una aventura militar de última hora, sino una más de las prácticas en esta cadena de odio contrainsurgente.

Referencias bibliográficas

Descargar artículo  en https://revistaizquierda.com/bombardeos-y-dispositivos-contrainsurgentes/

♦♦♦FADD5B

*Sergio de Zubiría Samper es un destacado filósofo, profesor e investigador colombiano, con formación académica en Filosofía y Letras (Uniandes), Gestión Cultural (Girona) y Doctorado en Filosofía Política (UNED), conocido por su trabajo en la Universidad El Bosque, su enfoque en la bioética y su preocupación por la emancipación y la educación superior, siendo un intelectual comprometido con la reflexión crítica y la justicia social en América Latina.

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