Por Jair de Souza*

Desde que se ha estudiado la evolución histórica de la humanidad, el sentimiento religioso ha estado constantemente presente en buena parte de nuestra especie. Lo cierto es que aquellos que, como yo, no conciben el mundo y la vida como creaciones de una divinidad suprema, a la que llamaríamos Dios, siempre hemos representado una minoría.

Ahora que se acerca el período navideño, quisiera aprovechar la ocasión para reflexionar sobre el significado de la religiosidad entre nosotros y la forma en que tanto los religiosos como los que no lo son deben afrontarla.

Tiendo a creer que, independientemente de si creemos o no en la existencia de un creador y regidor de nuestra existencia, el comportamiento y la forma de llevar la vida no deberían sufrir grandes variaciones debido a esta creencia, o no creencia. De hecho, lo que me parece mucho más relevante es tener claro cuáles son los objetivos perseguidos por unos y otros.

Aceptando a priori la hipótesis de que Dios existe efectivamente y es el creador de todo y de todos, deberíamos concluir entonces que debe haber razones muy poderosas para que él haya dotado a los seres humanos de la capacidad de razonar y reflexionar sobre la realidad que nos rodea. Por lo tanto, a diferencia del resto de los animales, podemos analizar críticamente las cosas, evaluar moral y éticamente nuestro comportamiento para determinar si estamos actuando o no de acuerdo con los preceptos con los que Dios quiere que actuemos. Lógicamente, no habría justificación aceptable para que este razonamiento crítico no se aplicara también con respecto a Dios mismo. ¿Por qué habría de temer el ser supremo la capacidad de reflexión con la que habría dotado a los seres humanos?

Por lo tanto, la primera y más importante pregunta a considerar tiene que ver con lo que entendemos que son los designios de Dios, para que, en vista de esto, nos convenzamos de aceptarlos, practicarlos y defenderlos en su nombre. Dicho esto, no tengo miedo de afirmar que Dios debe necesariamente estar asociado con el bien y la bondad, nunca con el mal. Porque, ningún ser, por más que se asuma como el Creador Todopoderoso, merecería ser seguido y obedecido sin cuestionamiento si estuviera operando en el sentido del mal. No quiero, y nadie tampoco debería querer, adorar, respetar y obedecer a un ser que nos conduzca a la práctica de actos que entendemos como malignos. Dios siempre debe ser aceptado por la rectitud de sus instrucciones, nunca tan solo porque estas vienen etiquetadas con su nombre. Estar dispuesto a seguir a un ser supremo en tales condiciones equivaldría a estar dispuesto a servir al diablo mismo.

Sin embargo, dado que hemos sido creados con la capacidad de razonar y, a partir de nuestro razonamiento, concluir si estamos siendo conducidos por un camino que nos lleva al bien o al mal, todos somos plenamente capaces de evaluar si nos cabe aceptar o rechazar alguna determinación que nos haya sido impartida en nombre de Dios.

Supongamos que se nos dice que el ser supremo tiene un pueblo elegido, un pueblo que tiene su preferencia y prioridad. En tal caso, bastaría con poner a trabajar nuestra capacidad de reflexión para rechazar de inmediato esta proposición. Admitamos, hipotéticamente, que este pueblo elegido es alguno que habita una región de Oriente Medio, alrededor de donde hoy tenemos a Palestina, Israel, etc.

Así, podemos preguntarnos: ¿Implicaría esto que un niño nacido, por ejemplo, en algún lugar de China ya llegaría al mundo excluido de la legión de los privilegiados? Y, por otro lado, ¿otro cuyos padres son miembros de esa comunidad vendría naturalmente insertado en el selecto grupo? ¿Es posible aceptar semejante aberración en la que la mera casualidad del nacimiento atribuye un privilegio a un niño y no a otro? ¿Alguien es capaz de meditar sobre esto y aceptar que es realmente una disposición que viene de Dios? Estar de acuerdo con esto equivaldría a admitir que Dios puede ser un racista, un discriminador, en otras palabras, un ser inmensamente injusto, inmoral e incluso indecente. Si Dios fuera realmente así, no querría de ningún modo acercarme a él.

Imaginemos también que aquel a quien veneramos como nuestro Creador viene a nosotros y nos exige una prueba cabal de lealtad por medio de nuestra aceptación de sacrificar a nuestro propio hijo para dar esta demostración. ¿Sería lícito que, a pesar de nuestra capacidad de razonamiento, aceptáramos que pudiera provenir de un Dios digno de así ser considerado una exigencia tan egoísta y criminal? De hecho, si solo fuera una prueba para medir nuestra verdadera fidelidad a sus principios, la única reacción que Dios esperaría recibir en esta situación sería un rechazo rotundo y categórico a cumplir con la monstruosa petición.

Pero, avanzando en nuestras conjeturas, supongamos que hemos recibido una orden en nombre del Creador de invadir cierta localidad y exterminar de ella a todos sus habitantes, sin perdonar ni siquiera a los niños, porque allí nadie tendría derecho a seguir viviendo. Ante una situación así, ¿cómo deberíamos reaccionar? Seamos realistas, cumplir con una directiva perversa e ignominiosa de tal magnitud sería inadmisible para cualquiera que esté dotado de un mínimo de coherencia y capacidad de razonar dentro de los parámetros de la justicia y la bondad. Si la Deidad Mayor fuera así tan diabólica, nunca merecería ser obedecida o respetada por nadie que tuviera algún sentimiento de ética y justicia. Lo más justo sería que fuera combatida y repelida con todo nuestro vigor, porque un ser con tales características no sería más que un vil exponente del mal y la perversidad, por más que se presentara como nuestro gran Señor.

Por lo tanto, no hay incompatibilidades serias entre aquellos que creen en la existencia de Dios y desean seguir sus directrices y aquellos que, aunque no compartan esta creencia, también aspiran a hacer el mundo más justo y solidario. La única idea admisible de Dios es la de un ser enteramente centrado en el bien, en la práctica de la justicia y de la solidaridad. Por lo tanto, cualquiera que se esforzara por alcanzar una meta compatible con estos designios estaría actuando de acuerdo con las aspiraciones que provendrían de un Dios verdadero, es decir, de un ser bueno y justo. Es que lo que de veras importa es el propósito que tenemos en la vida. Que recurramos o no a cualquier creencia religiosa para alcanzarlo tiene muy poca o ninguna relevancia.

Es en este punto donde entra en juego la figura de Jesús, porque, para él, buscar la gracia de Dios nunca ha significado una disposición ciega a aceptar sin cuestionamientos cualesquier medidas, por crueles e injustas que fueran, tan solo porque están escritas en alguno de los llamados libros sagrados. Como sabía que los términos contenidos en los libros fueron allí insertados por seres humanos, los mismos estarían sujetos a las mismas vicisitudes e intereses que caracterizan e influyen en sus vidas. Por eso, Jesús representó y representa el ejemplo más esclarecedor de que, para ser verdaderamente fieles a Dios, no podemos renunciar al recurso a la razón. De acuerdo con el entendimiento que emana de Jesús, lo religioso y lo no religioso pueden coexistir sin ninguna fricción entre ellos, siempre y cuando los objetivos de ambos grupos estén claramente delineados en función de la construcción de un mundo donde entre todos prevalezcan la justicia, la bondad y la solidaridad.

Así, como Jesús trató de hacer evidente, la fe y la razón pueden ir juntas, porque es a través del uso de la razón que los seres humanos pueden reforzar su convicción de que su creencia está dedicada a una causa conscientemente digna de su fe. A su vez, basándose en este principio, Dios debe preocuparse mucho más por los objetivos y las consecuencias de las acciones de sus criaturas que por asegurarse de que todo se haga siempre en su nombre.

Nuestra intención al escribir este texto no era motivar a las personas religiosas a dejar de serlo, ni inducir a los no creyentes a adherirse a ninguna religión. La conclusión resumida que nos gustaría que se sacara después de la lectura es que, a efectos prácticos de la vida, no hay diferencia sustancial entre tener o no tener una creencia religiosa. Lo que de hecho es decisivo son los propósitos que guían la conducta tanto de los que creen en la existencia y el poder de Dios, como de los que no comparten estos supuestos.

Para cualquier ser humano imbuido de sinceros deseos de que los valores de la justicia, la fraternidad y la solidaridad se impongan entre nosotros, lo que menos importará será la motivación de la cuál provengan tales sentimientos. En otras palabras, Dios nunca rechazaría a nadie que busque hacer el bien por el mero hecho de no hacerlo en su nombre, al igual que ningún materialista que tenga como objetivo construir un mundo igualmente justo se negaría a aceptar la contribución en este sentido de aquellos que actúan en la creencia de que están sirviendo a Dios.

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*Jair de Souza, Economista egresado de la UFRJ, Máster en Linguistica, también de la UFRJ. Analista político. Brasil. BLOG DEL AUTOR: Jair de Souza*