Por LUCERO MARTÍNEZ KASAB*

Cuando en el colegio nos enseñaron los accidentes geográficos quedé prendada de la península de la Guajira por su sonoridad y, desde entonces, para mí no hay otra península en el mundo, no se escucha igual cuando se dice península ibérica, no, no. El mapa de Colombia que me parece tan llamativo por sus ángulos me encantaba dibujarlo, ver cómo la Guajira entraba en el mar Caribe, dándome risa – niña, al fin y al cabo- el nombre de punta Gallinas, lo más al norte de toda América del Sur. Así que me esmeraba para que mis mapas quedaran bellos utilizando diferentes técnicas con las plumillas y los colores.
Por fin un día nuestro papá que tenía que hacer un viaje a Maicao nos organizó el paseo, él, no desaprovechaba oportunidad para andar con su familia a cuestas, era feliz mostrándonos la naturaleza. Entonces, nos levantamos temprano porque, había que subirse al ferri para atravesar el río Magdalena. Después de pasar por Santa Marta y bañarnos en las frías aguas de los ríos que bajan de la Sierra Nevada llegamos a una carretera larga, sin fin, hacia la Guajira. A medida que avanzábamos aumentaba el silencio. Aun cuando era una niña percibía que cierta quietud es presagio de eventos peligrosos, pero mi papá, que es lo más valiente que he conocido, parecía no preocuparse por eso, entonces, me tranquilicé todo el tiempo que duró la travesía. Ya para aquél entonces la Guajira tenía fama de ser tierra de nadie en manos de los contrabandistas, tanto, que son mencionados por Gabriel García Márquez en Los funerales de la mamá grande.
Hasta que llegamos a un agua azul inmensa, un mar perfecto con su playa al lado de una ciudad construida como sin cariño, con un nombre pedestre, Riohacha, que, como casi todas las ciudades de esta civilización desprecia las ideas de los aborígenes para tomar de ellos el respeto por el suelo y construir ciudades no para los carros sino para la gente de a pie o en bicicleta. De ahí en adelante todo lo que vimos fue hermosura: las altas montañas blancas de sal de Manaure, los flamingos rosados, esas aves de patas largas que danzan a contraluz del sol…, un desierto al pie de una montaña con nieve y esos vientos alisios cuya sensación se lleva prendida en la piel.
Paradójicamente esa lejanía de la Guajira del poder político central que permitió el contrabando y la ley del revólver, hizo que su belleza indómita permaneciera intacta en el tiempo de la República hasta que en la década del 80 del siglo XX aparecieron camiones tan altos como un edificio de cinco pisos, con llantas de casi cuatro metros de diámetro -cada una a 100 millones de pesos-, cuando las de un automóvil pueden ser de cincuenta centímetros; con una pala cucharón que en un minuto recoge 320.000 kilos de material, todo en un área de 69.000 hectáreas en el corazón de la Guajira porque se descubrió una mina de carbón, una de las más grandes en el mundo a cielo abierto. Decir cielo abierto es decir contaminación del aire, del mar y desplazamiento humano.
En Barranquilla, la urbe cercana con más profesionales capacitados para trabajar en semejante proyecto la gente enloqueció, también en Bogotá y Riohacha, sólo que aquí la petulancia se desbordó. Los sueldos ofrecidos por la empresa minera en comparación con los tradicionales eran muy altos por lo que se desató una competencia feroz para ganarlos y una discriminación de clase chocante en quienes lograban ser contratados. Se le apareció la virgen a gran cantidad de administradores de empresa, psicólogos, ingenieros, técnicos, etc., que arreglaron sus vidas con tan alto nivel económico, pero con tan poca modestia, que se volvieron de mejor familia que sus propios parientes o que los amigos de toda la vida.
Sin embargo, la magnífica Guajira sufrió una catástrofe humana y ambiental que se llevó por delante a los nativos, al aire, al suelo y hasta un río, el Ranchería, fuente de vida para los indígenas, porque la empresa minera y la agroindustria se lo apropiaron como lo cuenta en su documental El río que se robaron, el exterminio del pueblo wayuu del gran periodista investigativo Gonzalo Guillén. Quitarle el agua y el territorio a un pueblo es aniquilarlo como lo hizo la industria minera con los wayuu y lo hace Israel con Palestina. Detrás de ese despojar existe todo un racismo cimentado por la convicción de que el Otro es menos humano; como lo pensaron los españoles cuando llegaron a estas tierras. El neocolonialismo en la mente de la élite política obstaculiza el camino hacia la justicia social en Colombia.
Ante este horror de miles de niños wayuu muriendo de hambre el presidente Gustavo Petro decidió gobernar desde la Guajira durante una semana. Además del acto simbólico contundente de un presidente ejerciendo desde una oficina al aire libre con piso de tierra, techo de paja, acompañado por la bandera sobre ladrillos que la alzan sólo unos centímetros del piso y un perrito rondando, le dio voz presencial a un pueblo humilde que ya se estaba resignando a su muerte y expuso ante ellos las soluciones puntuales a sus graves problemas. Fue la demostración física del porqué a la presidencia se le dice la rama ejecutiva porque, ejecuta, que viene del latín excecutare que significa, realizar una cosa hasta el final. Así el presidente buscó soluciones concretas que ningún gobierno anterior en doscientos años atrás fue capaz de implementar; por el contrario, despreciaron la vida de los aborígenes guajiros.
Para sacar a la Guajira de ese estado de postración el presidente firmó el decreto que oficializó el estado de Emergencia social, económica y ecológica. Bajo el argumento indiscutible del sostenimiento de la vida anunció que el agua del Río y de los arroyos será de uso prioritario para los humanos por encima de los cultivos de palma y de la hidroeléctrica; por tal razón, propuso la creación del Instituto del Agua de la Guajira, una medida presente y, también futurista porque se anticipa a la defensa del agua para los humanos en los tiempos aciagos de eventuales sequías por el daño climático en el mundo. También, desplegará atención en salud por todo el territorio e impulsará la creación de la Universidad Wayuu.
La situación crítica del Planeta a nivel de las migraciones humanas, del derretimiento de las grandes masas de hielo, del calor en aumento por el cambio climático deja en evidencia que es necesario que la economía en general tenga una regulación mundial porque, el mercado solo no existe, lo integran personas codiciosas, mezquinas, con graves afecciones emocionales que no logran entender que es imperativo pensar y actuar mancomunadamente para salvarse a ellos mismos, a sus familias y al resto de la humanidad.
La Guajira es salvaje con sus acantilados, desiertos hirvientes, espejos de las montañas de sal, mangles infranqueables, miles de aves migratorias, tortugas milenarias, brisas impetuosas, sol calcinante, pero frágil ante la idea de desarrollo de esta cultura moderna que se lleva por delante todo a su paso.
Regresamos a Barranquilla, como siempre después de esos paseos quedaba la sensación de haber vivido un sueño. Llegamos muy de noche dormidos en el asiento de atrás. Mi padre aun tan cansado nos cargó a uno por uno hasta acostarnos en las camas.
* Psicóloga. Magíster en Filosofía – luceromartinezkasab@gmail.com
