Por Anubis Galardy
Bogotá, 3 sep (PL) Las parejas de enamorados se besan públicamente en una Bogotá muy distinta a la que conoció García Márquez en las primeras décadas del siglo pasado, cuando era una ciudad lúgubre y conventual sin los aires desprejuiciados que se respiran ahora.
Entonces los únicos que andaban por sus calles, cuenta Gabo, eran hombres vestidos de paño negro cerrado, con sombreros duros, que caminaban de prisa, a contraviento de una llovizna insomne que venía desde principios del siglo XVI, como aparece registrado en sus memorias.
No se veía ni una sola mujer de misericordia -lamentaba. En estos albores del siglo XXI el paisaje humano cambió de modo radical. Se diría que las mujeres han tomado las calles.
Se les ve de la mañana a la noche, vestidas sin las formalidades tradicionalmente atribuidas a los cachacos o rolos, como se les llama en lenguaje popular a los habitantes de la capital para diferenciarlos de los costeños.
Así como los enamorados se acarician donde los raptos del amor los sorprendan, las féminas no se privan de mostrar las curvas de sus siluetas, las faldas mínimas y los escotes transgresores. A ojos de los forasteros, tienen fama de figurar entre las más hermosas de este costado del Atlántico.
El paisaje físico de Bogotá también se ha transformado al crecer y multiplicarse en modernas construcciones edificadas según los moldes del sistema prefabricado, revestidas de ladrillo cuyo color rojizo les otorga una luminosidad diáfana y las pone al abrigo de las erosiones naturales del tiempo.
Como en toda urbe de la mayoría de los países latinoamericanos, no es posible obviar los cinturones de pobreza que crecen al borde mismo de los Andes milenarios ni tampoco los agujeros de miseria, muchas veces subterráneos pero también visibles incluso en el centro histórico, cuya arquitectura colonial es una de las joyas bogotanas.
La miseria esta ahí como un latido perpetuo.
Mientras, los jóvenes imponen su propio sello de identidad, su «pinta», como se denomina aquí a la apariencia que identifica a un grupo social o, en este caso, a una generación completa.
Los universitarios prefieren la comodidad por encima de todo, lo cual se traduce en bluyines en todas las variaciones del índigo -ajustados al cuerpo como una segunda epidermis-, tenis, blusas de algodón o una chaqueta ligera en dependencia de las variaciones de la temperatura.
Tampoco se privan -cuando el frío encarnizado o la situación lo amerita- de las botas de piel hasta media pierna con tacones altísimos, cual estiletes. Así y todo se las arreglan para mantener el equilibrio, el andar armonioso y aguantar los dolores hasta llegar a casa.
Ivonne Parra, estudiante de Ingeniería Industrial de la Universidad de los Andes, responde a quien se lo pregunte: «lo importante es que los colores combinen y me sienta bien conmigo misma». En fin, cada uno se viste de acuerdo con su personalidad y carácter, a contrapelo de la opinión ajena.
Los negros y grises rotundos ya no abundan con la misma frecuencia de antes, mientras abren su paso desafiante los rojos profundos -impensables en la década del 70 del siglo pasado-, los amarillos y naranja ardientes antes sólo posibles en la costa Caribe, de ambiente bullicioso, parrandas constantes y desenfados.
Bogotá se desalmidona, pierde la tiesura de otras épocas y hay consenso en que devino una ciudad más cordial, pese a las tensiones y corrientazos de una violencia contenida, pero no por eso menos menos perceptible. Hay muchos que consideran casi un desafío salir a las calles pasadas las nueve de la noche.
Los jóvenes constituyen, en opinión mayoritaria, un agente impulsor de los nuevos aires que se respiran en una ciudad que, pese a la herencia católica dominante en casi todas las naciones latinoamericanas, no ha tenido más remedio que acoplarse a los vientos de modernidad y flexibilizar sus costumbres.
Ahora la recorre la esperanza de una paz posible, cercana, en el horizonte.

