Por: Eligio Damas 

Nota: Capítulo de mi novela inédita, «Historias de cuando quisimos saltar el cielo».

Por los lados de la Pastora, vivían unos poetas a quienes la policía tenía bajo estricta vigilancia. Uno de ellos, escribió un libro o poema titulado ¿Duerme usted, señor presidente?, que causó mucho disgusto al aludido y su larga corte. Por lo que la casa del poeta se puso bajo estricta vigilancia. Pedro, en una noche de las tantas que pasó en casa de aquellos compañeros de poesía, perdió algo. No se percató de aquel incidente. La tertulia fue larga y amena. Como siempre.

Sobre poetas vivos y muertos. Una conversación continuada de otras donde los personajes eran como fantasmas que se escapaban en las brumas y los recuerdos desinteresados, sólo por pasar el tiempo, animar la reunión y que ésta fuese larga, como de no terminar nunca. Unos poetas y escritores llegaban y se iban, mientras todo alrededor con lentitud daba vueltas y bamboleaba. Lo caído de uno de los bolsillos de Pedro, quedó entre libros y libretas que tapizaban el piso del cuarto de las habituales amenas reuniones.

La policía política le tenía el ojo a aquellos poetas y su casa. Antes, como por deber y hasta fatalidad, antes que el poeta escribiera y publicara su libro, asociaba la poesía y poetas aunque siempre bien vestidos, formales y demasiados serios, con militantes contrarios al gobierno. No tenía pudor ni vergüenza alguna de admitir y hasta predicar que todo poeta, pintor, escritor, músico y hasta cantante, era comunista, enemigo suyo y como tal sujeto a vigilancia y dado el caso a arresto y tortura. No importaba causa o motivo, bastaba la poesía.

Por esas fundamentales razones, la casa de poetas que, en verdad era sólo eso, donde vivían dos de aquéllos que con frecuencia recibían amigos para leer poemas recién escritos o páginas de novelas en proceso, escuchar opiniones, sugerencias sobre aquello, hasta cartas de amor, pero también por reunirse a tomarse unos tragos, se convirtió en lugar asediado por la policía. Era todavía una «mansa manera» de aplicar aquello de «disparen primero y averigüen después».

Aquello de ¿Duerme usted señor presidente?, hirió la sensibilidad o mejor la falta de hidalguía del pequeño soberbio; de aquél que en aquella casa inmensa y solitaria, de soledades por los cuatro costados, donde se había refugiado, escondía sus secretos y reconocida vergüenza.

Allanaron la casa del poeta que osó preguntar por el estado del presidente, «monarca de cara de piedra», buscándole pese bien sabían que allí no estaba; pero les bastaba la sombra, el recuerdo y les hería el poema. Revolvieron todo como si en verdad buscasen algo trascendente, las pruebas de una conspiración o mejor un motivo para justificar ante la opinión y a ellos mismos los motivos de sus maldades; por una nefasta manera de perder el tiempo y desatar la amargura que les embargaba a simples policías burlados, frustrados y a los gobernantes. No percibieron ni mostraron interés por todos los poemas subversivos que allí había y las ideas peligrosas y abundantes en muchos de los libros y folletos depositados en los estantes de aquella rica biblioteca Por eso «no encontraron nada».

No pensaron que un poeta, dos poetas y cientos de poetas que allí vivían, vivieron y los miles o millones que pasaron, no tenían necesidad de armas blancas o de fuego para abrirse caminos. Se abrían y abrían espacios enormes sin disparar un tiro. Había una inmensa biblioteca o mejor una fuente de agua cantarina que corría incesante y bañaba a poetas que buscaban y poetas no encontrados; ocultos y expuestos, libres en todos los caminos y plazas. En aquel sitio no hallaron nada peligroso, no vieron lo subversivo que allí había, no olfatearon el peligro, la amenaza. Hasta ese día los libros, bibliotecas, les parecieron cosas inocentes. Después, más tarde, cambiarán de opinión

Ya cansados y hasta molestos por no encontrar al poeta que buscaban ni a ningún otro a quien poder colocarle unas esposas, cuando se disponían a salir, uno de ellos, el mismo que parecía el jefe, quien daba las órdenes, de lentes semi oscuros, de baja estatura, metido dentro de una chaqueta tan larga para él que casi le llegaba a las rodillas, halló en medio del desorden de papeles y libros esparcidos por el piso, como resultado de la requisa, en el suelo, un carnet estudiantil. Le tomó, guardó con especial cuidado, no en el maletín que portaba para esos menesteres, sino en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, como si tuviese un significado especial; para asignarle una preocupación particular; dieron por terminada su tarea y salieron gozosos, como seguros que aquello no había sido en vano.

«Positivo el procedimiento», dijo quién hizo el hallazgo. Para justificar su presencia ante ellos mismos y dos ancianas que aquella brutalidad presenciaban.

-«Esa carajita, se me parece a alguien», se dijo para sus adentros quien recogió la identificación estudiantil de Isabel, revuelta entre papeles y libros en el suelo de aquella casa allanada, dónde sólo hallaron dos viejecitas asustadas, una multitud de libros y aquel insignificante carnet que el sadismo policial, alegre e irresponsablemente, le asignó carácter especial y de conspiradora de alta peligrosidad contra la democracia a la inocente muchacha del retrato pegado en el carnet.

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*Eligio Damas. Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.  damas.eligio@gmail.com  @elidamas

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