Por: Marcelo Colussi 

«La masa de los seres humanos abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta popular podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar». Antonio Gramsci

Acaban de tener lugar las elecciones para la elección del Parlamento Europeo. La victoria de la ultraderecha fue contundente en los 27 países que componen la Unión. La población votante, aún sabiendo que se van a reducir los ya menguados derechos socioeconómicos, aún sabiendo que el continente entrará cada vez más en una lógica belicista con la posibilidad cierta de verse envuelta en una fabulosa guerra contra Rusia (¿quizá con armas atómicas?), aún viendo cómo se deteriora en forma creciente su nivel de vida y como todo el «Viejo Mundo» pasa a ser crecientemente el furgón de cola de la política estadounidense, tanto en lo económico como en lo militar, aún sabiendo todo eso, votó por sus verdugos. El supremacismo blanco, la xenofobia y un conservador terror anticomunista triunfaron.

Algo similar ocurre en otras latitudes: la semana anterior culminó en India el proceso electoral -la democracia más populosa del mundo, con cerca de 1,000 millones de electores- donde ganó por tercera vez consecutiva Narendra Modi, quien exalta sin tapujos el mito nacionalista Hindutva, en búsqueda de una pretendida India «pura», solo hindú, excluyendo tajantemente a cualquier minoría, heredero orgulloso de Subhash Chandra Bose, nacionalista admirador de Hitler y Mussolini. El espíritu supremacista y conservador se impone; el fundamentalismo manda.

En Estados Unidos, supuesta cuna de la democracia y la libertad (¿alguien en su sano juicio podrá creerse tamaña bobada, tamaño repugnante insulto a la inteligencia?) se avecinan elecciones. Nada está dicho todavía, pero es sintomático que Donald Trump -quien habló de «países de mierda» refiriéndose a aquellos desde donde llegan tantos migrantes a suelo estadounidense- se prefigure como posible ganador («Si no gano, puede empezar la Tercera Guerra Mundial», expresó). El juicio que se le siguió y en el que fue declarado culpable -lo cual no le impide seguir en la carrera por la presidencia- sirvió para catapultar más aún su figura, logrando que buena parte de la élite económica le mostrara su total apoyo luego del veredicto, con cuantiosas donaciones para su campaña. El racista supremacismo WASP (blanco, anglosajón y protestante) se impone, y la derechización no cesa, con grupos de civiles cazando inmigrantes indocumentados en la frontera, con el silencio cómplice de las autoridades.

En diversas partes de Latinoamérica la población elige a sus verdugos (Javier Milei en Argentina, casi nuevamente a Jair Bolsonaro en Brasil) o vota contra una imprescindible nueva Constitución en Chile, apoyando así una Carta Magna legada por la dictadura de Pinochet. Si bien en el subcontinente hay expresiones de centro-izquierda (Colombia, México), las fuerzas de la ultraderecha hacen lo imposible para revertir esos procesos: «El comunismo no se ha erradicado en Latinoamérica y confío en que se transite a regímenes con políticos que realmente representen la voluntad popular, y tenemos esperanza de que un día las cosas van a cambiar», expresó Eduardo Bolsonaro, hijo del ex presidente carioca, en el marco de la Conferencia Política de Acción Conservadora -CPAC- (gran cumbre política organizada por la Unión Conservadora Estadounidense) celebrada el año pasado en México.

En términos generales podría decirse que la misma población elige alegremente, casi irresponsablemente, en los términos que las raquíticas democracias del sistema capitalista permiten -es decir: se cumple con el insustancial rito de poner un voto cada cierto tiempo para que no cambie nada de fondo- a quienes habrán de aplastarlos, eligen a sus verdugos, se ponen la soga al cuello. En todos los casos de estas ultraderechas se trata de planteos conservadores, siempre ligados a posiciones supremacistas, racistas, patriarcales y homofóbicas, excluyentes de cualquier tipo de diversidad; pero fundamentalmente: defensoras acérrimas del capitalismo. Más aún: defensoras de un capitalismo salvaje que se ha venido imponiendo con los planes neoliberales desde hace ya casi cinco décadas. Se elige, quizá sin saberlo claramente, la entronización del mercado, de la supremacía absoluta de los capitales sobre la masa trabajadora, se elige la pulverización de la protesta social y el endiosamiento del «sálvese quien pueda» individualista que se ha venido imponiendo estas décadas, con una adoración absoluta de la iniciativa privada sobre el Estado, al que se considera inservible, sobrante. «El Estado únicamente sabe crear pobreza, la riqueza la generamos los ciudadanos a pesar del Estado, no gracias a él. El Estado constituye el monopolio legal del robo y el saqueo, con un bonito envoltorio de retórica social», expresó el ultraderechista español Manuel Fernández Ordóñez.

¿Por qué ese giro creciente hacia posiciones de ultraderecha, neonazis, absolutamente antipopulares pero, curiosamente, apoyadas por las grandes mayorías? Ya se ha escrito mucho al respecto. Hay varias interpretaciones; la que aquí propongo quizá no dice nada nuevo. Lo que sí es alarmante, es que desde las izquierdas estamos atónitos ante el fenómeno, y no sabemos bien cómo reaccionar. Si aparece un escrito más sobre el asunto, quizá sin aportar nada novedoso en términos de análisis, espero que sirva al menos para movilizarnos. ¿Qué nos está pasando que aceptamos alegremente a quienes habrán de sepultarnos?

¿La gente es idiota y por eso vota por estos candidatos? Plantearlo así encierra un doble error: por un lado, se desconoce por completo la dinámica humana, que va muchísimo más allá de la posibilidad de entender nuestras reacciones como «idioteces». ¿Quién juzga lo que sería «idiota» entonces? ¿Desde qué posición? Las relaciones sociales no pueden explicarse por apelativos descalificantes; son infinitamente más complejas. Por otro lado, y en articulación con lo anterior, en términos éticos esa visión es insostenible. Por algún motivo las grandes masas populares cometen estas conductas en apariencia incomprensibles. ¿Qué las producen? Sería como decir que la gente, por «idiota» fuma, aún sabiendo que eso puede ser nocivo para la salud, o conduce un vehículo en estado de ebriedad, aún sabiendo que eso puede ocasionarle un accidente fatal. La «psicología de las masas» a que dio lugar el psicoanálisis parece más fecunda para analizar estas cuestiones. Los fenómenos colectivos (moda, porras en los estadios, linchamientos, patriotismo exacerbado, etc.) no son «idioteces». Tampoco esta tendencia quasi suicida de votar por candidatos extremistas.

Por ser comportamientos tan complejos, no podemos atribuirlos a una sola causa (la presunta idiotez, por ejemplo). Estamos así ante complicados anudamientos multicausales. Partamos de la base de considerar, quizá en términos algo esquemáticos, que el ámbito político se divide en dos: derecha (conservadora, que intenta mantener el sistema vigente) e izquierda (visión transformadora, que propone superar el capitalismo). Por supuesto que esta es una división simplificada, pues dentro de cada una de ellas tenemos diversos matices, a veces contrapuestos. De todos modos, nos sirve para comenzar el análisis. El mundo, salvo los países donde encontramos planteos socialistas (China con su peculiar «socialismo de mercado» o «socialismo a la china», y algunos pocos bolsones que resisten por allí: Cuba, Norcorea, Vietnam), diríamos «de izquierda», la casi totalidad del mundo es capitalista. Como tal, el sistema tiende a perpetuarse, es conservador. Por tanto, es de derecha. La socialdemocracia (planteos de centro-izquierda, de capitalismo con rostro humano, o capitalismo «serio», como se ha dicho), en definitiva no deja de ser capitalista: explotación de la masa trabajadora por los propietarios de los medios de producción, lucha de clases mediante. El mundo es, mayoritariamente, de derecha; la gran masa votante, manejada cada vez con técnicas más sofisticadas, es de derecha (Homero Simpson es su fiel representante). El sistema se autoperpetúa, y votar en las elecciones de la institucionalidad capitalista no permite ningún cambio real. Pero ahora asistimos a algo llamativo: ganan en las urnas -y se empiezan a difundir por las sociedades con organizaciones civiles muy activas- planteos ultras. Triunfa el odio contra el diferente y se entroniza un discurso patronal: «los pobres son pobres por vagos», «los inmigrantes son un peligro para los nacionales», «los diferentes -diversidad sexual y todo tipo de diferencia posible- son una escoria», «ateos y pro-aborto son una ofensa a las tradiciones». ¿Por qué la gran masa popular del mundo, en vez de reaccionar contra un sistema crecientemente injusto, despiadado y mortífero como es el capitalismo, que oprime y excluye, lo termina avalando? Definitivamente no es por «idiota»; inciden allí otros factores:

  1. El auge del neoliberalismo en décadas recientes.
  2. La derrota actual de los planteos socialistas.
  3. Un clima de derechización creciente que tiende a repetirse imitativamente.

El auge del neoliberalismo en décadas recientes

«La esencia del neoliberalismo: un proyecto exitoso que emergió para cambiar la relación de fuerzas entre las clases dominantes y las organizaciones obreras en los años 70 en Europa occidental y los Estados Unidos», lo definió correctamente Jaén Urueña. ¿Por qué surge el neoliberalismo en la década de los 70 del siglo pasado?

El sistema capitalista, como dijimos, es conservador; tiende a perpetuarse, y por nada del mundo tolera cambios. Cambios cosméticos que no cambian nada (gatopardismo), sí; cambios profundos: imposible. Desde inicios de la gran era industrial y el crecimiento del proletariado urbano entre los siglos XVIII y XIX -primeramente en Europa, luego en países del Sur, combinándose eso con grandes masas campesinas en el ámbito agrario- el sistema fue adversado, enfrentado. En principio la lucha sindical, luego los primeros atisbos de pensamiento anarquista y socialista utópico, hasta llegar al socialismo científico con Marx y Engels en la segunda mitad del siglo XIX, el ideario anticapitalista fue creciendo. Entrado el siglo XX mostró una gran fortaleza, con un poderoso movimiento sindical contestatario y las primeras experiencias socialistas. Ahí están Rusia, China, Cuba, Vietnam; Nicaragua cerró el ciclo de revoluciones socialistas en 1979. Si esa primera mitad del pasado siglo dio como resultado el crecimiento del movimiento socialista, con sonados triunfos y fenomenales avances para su población, a partir de los 70 el sistema reaccionó violentamente, deteniendo la protesta social y cualquier posibilidad de cambio revolucionario. Surge ahí lo que llamamos neoliberalismo.

«Si por neoliberalismo entendemos «la imposición de una lógica normativa global» (Laval y Dardot, 2013: 12) que se viene ejecutando desde hace más de cuatro décadas (al menos desde el 11 de septiembre de 1973 con el golpe militar en Chile, que destituyó el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende) habrá que decir que para estos momentos, dicho programa asociado a la reversión de conquistas sociales y al retraimiento de las acciones de gobierno (cuando éstas amenazan al capital y su rentabilidad), se halla ya más extendido, por el mundo entero, de lo que el fascismo mismo pudo imaginar, ni en su momento de mayor esplendor», comenta Gandarilla Salgado. Esas políticas, que en Latinoamérica se erigieron a partir de feroces y sangrientas dictaduras militares, para los 80 y 90 se esparcieron por todo el mundo, de la mano de lo que se dio en llamar «globalización». Los organismos crediticios internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, brazos operativos de la gran banca privada capitalista, fundamentalmente la estadounidense) fueron los actores claves.

Con esos planteos neoliberales (capitalismo salvaje sin la anestesia de la socialdemocracia) los ricos devinieron más ricos, y los históricamente pobres se hundieron más en la pobreza. Pero en realidad, como lo apuntan Jaén Urueña y Gandarilla Salgado, el núcleo de estas políticas no es solo económico, sino que tiene un valor político histórico: postrar a la clase trabajadora mundial, evitar su organización y la protesta, desactivar la lucha por el cambio social. En definitiva: quitar abruptamente de la historia la perspectiva del socialismo como propuesta anticapitalista.

Sumado eso a los mecanismos de control social en lo ideológico-cultural cada vez más sofisticados y eficientes -y a la represión brutal con armas y mucha sangre cuando el sistema lo considera necesario- las posibilidades de transformación radical fueron quedando en la historia. Luego de la histórica Revolución Sandinista de 1979 en Nicaragua, ya no se vivió nunca más un proceso popular de cambio. El sistema pudo permitir -a lo sumo- los progresismos que vemos aún en Latinoamérica, sin cambios sustanciales en la estructura. Cambios importantes, pero que no abren una dimensión anticapitalista (¿capitalismo con rostro humano, en todo caso?).

Los esquemas fondomonetaristas marcaron la dinámica global por años -y la siguen marcando: ¡el neoliberalismo no ha terminado!-, dejando así una desarticulación de las luchas sociales. Eso pasa factura. «Al hacer de la competencia el principio universal de las relaciones interhumanas, el neoliberalismo ha ridiculizado la empatía por el sufrimiento de los demás, erosionado los cimientos de la solidaridad y, por tanto, destruido la civilización social», razona Bifo Berardi. Ese sistemático ataque a los valores solidarios, a la organización social, a la conciencia de clase de las y los trabajadores, abre las puertas a la ultraderechización que vemos actualmente, con un desprecio por el otro distinto. «A diferencia del nazifascismo histórico que practicó una economía estatista, la ola supremacista fusiona los clichés del racismo y el conservadurismo cultural con un énfasis histérico en el liberalismo económico: la libertad de ser brutal», concluye Berardi.

El «sálvese quien pueda» que trajeron estas políticas reforzaron de un modo espectacular las nociones individualistas, egoístas, incluso hedonistas, que anidan escondidas en cada Homero Simpson (en cada una de nosotras y nosotros, más correctamente dicho: el enano fascista que todo el mundo lleva adentro). El actual auge de las ultraderechas no hace sino potenciar lo que décadas de destrucción de la solidaridad fueron cimentando. ¿Quién habla hoy de «internacionalismo proletario»? Junto a marchas antiguerra (por las de Ucrania, o la de Palestina), muchas personas se alistan como mercenarios para ir a pelear allí. El otro, de «compañero», rápidamente puede ir pasando a la categoría de «enemigo». Si ese otro es muy distinto (otro color de piel, otra etnia, otra identidad sexual, otra cultura, cualquier otredad, en definitiva) la exclusión y el odio se disparan exponencialmente.

La derrota actual de los planteos socialistas

El ideario socialista surgió como un grito de guerra contra la explotación capitalista. Desde el Manifiesto Comunista de 1848, ese grito sigue vigente, tan vigente ahora como hace 176 años. Han cambiado muchas circunstancias: los capitales dominantes ahora son monopólicos, imperialistas, globales, con preeminencia creciente del sector financiero, y los métodos de producción han variado sustancialmente: la robotización y la inteligencia artificial, en vez de favorecer a la gran masa humana, solo beneficia a una élite dominadora, excluyendo en forma creciente a gente de carne y hueso. El mundo se ha dividido muy tajantemente entre Norte próspero (Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón) y Sur empobrecido (África, Latinoamérica, sectores de Asia). El consumismo voraz que genera el capitalismo, no conocido aún por Marx y Engels, complica aún más las cosas, produciendo la monstruosa catástrofe ecológica en curso (Antropoceno). «La clase trabajadora «clásica» (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía -y con ella la clase trabajadora- se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son «vagos», sobre todo los empleados públicos, que son «privilegiados» y «no quieren trabajar»», describe el panorama actual muy acertadamente el brasileño Henrique Canary.

Pero como sea, la esencia del capitalismo se mantiene: explotación feroz de la clase trabajadora y beneficios cada vez más enormes para una pequeñísima élite privilegiada. El socialismo, como reacción a esas injustas y odiosas asimetrías, sigue siendo la búsqueda de una sociedad igualitaria, donde todo el mundo tiene una calidad de vida digna con los satisfactores básicos cubiertos: alimentación, vivienda, salud, educación, infraestructura básica, seguridad, acceso a la cultura. Eso sucedió en las diversas experiencias socialistas del siglo XX, y sigue ocurriendo en China, el país socialista más desarrollado hoy día, aunque la corporación mediática capitalista oculte eso. Sucede que esas primeras balbuceantes experiencias fueron quebrándose, o resistiendo en condiciones precarias; si bien es cierto que eso se debió en parte a problemas internos (no hay que temerle a la autocrítica), pesó infinitamente más el despiadado ataque externo (25 millones de muertos en la URSS durante la Segunda Guerra, bloqueo inmisericorde durante 60 años a Cuba. ¡No olvidarlo jamás!). Todos estos tropezones que sufrió el campo socialista, y su disolución con la caída del Muro en 1989, sirvieron para que el discurso de la derecha (tradicional o neonazi) cantara jubiloso el «fracaso» del socialismo. En realidad no hay ningún fracaso ahí, ni hay «éxito» en el capitalismo: en él se produce más comida de la necesaria para alimentar bien a toda la humanidad, pero el hambre sigue siendo uno de los principales flagelos de nuestra especie (20,000 muertos diarios a nivel planetario), y la fabricación y venta (¡y utilización!) de armas es el negocio más desarrollado. ¿Dónde está el pretendido éxito?

Lo cierto es que, con una tendenciosa y perversa mirada, el capitalismo presenta el derrumbe del Muro de Berlín como el «no va más» del ideario socialista. Esa derrota de los planteos socialistas -coyuntural, táctica, pues las condiciones de explotación no terminaron, ni por tanto, en consecuencia, las reacciones a las mismas- son presentadas como victoria inapelable. La protesta social no está muerta: está silenciada por las condiciones que ha ido tomando la sociedad global, con un grito de triunfo -luego moderado- con aquella expresión de «fin de la historia y de las ideologías». La actual recomposición que va tomando el planeta, con nuevos polos de poder (Rusia y China, y tras ellos los BRICS) que adversan al capitalismo occidental, muestran que la historia no terminó, sigue. No sabemos bien hacia dónde, pero continúa.

Si ahora surgen estas posiciones de derecha ultra, fundamentalistas, hiper conservadoras, anti estatistas radicales, destrozando los pocos derechos que aún tienen las clases trabajadoras y los pueblos de a pie, esto debe entenderse como una vuelta de tuerca más a la explotación que trajo el neoliberalismo: «Abrir la puerta al socialismo es abrir la puerta a la muerte», puede decir un payaso funcional al sistema como el actual mandatario argentino, Javier Milei, negando el cambio climático y la dictadura que padeció su país años atrás. Esperpento tan funcional al sistema -no olvidar sus vinculaciones con la Fundación Atlas Network, tanque de pensamiento ultraconservador ligado a la CIA y a la NED de Estados Unidos- como fue en su momento otro payasesco personaje, fiel a los capitales occidentales en su lucha contra la Unión Soviética, un cabo de ejército devenido comandante supremo del pretendido imperio teutón, basado en la desopilante idea eugenésica de superioridad étnica, un tal Hitler. El actual pensamiento de ultraderecha que recorre buena parte del mundo es una versión corregida y aumentada del anticomunismo visceral que se fue generando con la Guerra Fría, y que luego se evidenció, con un profundo odio de clase, en las políticas neoliberales. Las actuales ultraderechas llevan ese anticomunismo al paroxismo: «Las élites globales no se dan cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser implementar las ideas del socialismo. No saben qué tipo de sociedad y país puede producir y que niveles de abuso puede llegar a generar», enfatiza Milei. «Como amantes de la libertad, todos debemos estar preocupados por la expansión del socialismo en América Latina», concluye en el 2022 la Conferencia Política de Acción Conservadora; [Nos oponemos] «a un marxismo cultural que está destruyendo sistemáticamente las almas de nuestros hijos», manifestó la ultraconservadora parlamentaria británica Miriam Cates. Cualquier propuesta con sabor a transformación, o a cuestionamiento de un orden dado (en la ética, en los valores religiosos, en las preferencias sexuales, no digamos ya en la política) es vista por estas posiciones como un demonio, la representación misma del infierno en la Tierra, con Satanás atizando las luchas. Por lo que se ve, la Santa Inquisición medieval no ha terminado. El capitalismo más extremista se encarga de mantenerla viva.

Un clima de derechización creciente que tiende a repetirse imitativamente

No puede decirse que el clima de derechización creciente que se vive en buena parte del mundo sea simplemente una «moda». Eso sería quitarle el verdadero perfil al fenómeno que está ocurriendo, rebajándolo de categoría. Todo ese complejo proceso obedece a motivaciones mucho más profundas que a la superficialidad de una moda, la cual es siempre algo pasajero, cambiante.

De todos modos, en el ámbito social también hay tendencias que se establecen, y se da un fenómeno de mimetización colectiva. No es exactamente una moda -como en las prendas de vestir, por ejemplo, impulsada por los fabricantes de ropa, o los tatuajes, que se han transformado en una nueva mercancía- sino una expresión masiva de algo que se va difundiendo, que no responde a un centro de poder que lo manipula específicamente para promover su venta, sino a un «espíritu colectivo» -si se permite usar esa expresión- que se difunde, se esparce, se copia, se imita, y marca un momento civilizatorio. Sería lo que en alemán se conoce como Zeitgeist: espíritu de la época, el clima cultural que signa un momento histórico.

La década de los 70 del siglo pasado estuvo marcada por un «espíritu» contestatario, rebelde. Las protestas antisistémicas, o ante el estado de cosas dado, sin propuesta de transformación revolucionaria, pero expresión de un descontento latente, se expandieron en diversos ámbitos: desde las guerrillas de izquierda inspiradas en la mística guevarista hasta las guerras de liberación del África, desde los movimientos hippies que llamaban al no-consumo hasta las marchas pacifistas contra la guerra de Vietnam, desde la liberación femenina y sexual hasta los movimientos sociales en ascenso, desde fuerzas de izquierda que crecían hasta estudiantados que alzaban la voz por doquier, con un Mayo Francés como fuente inspiradora, desde cuestionamientos en los más diversos ámbitos hasta un Iglesia Católica que se puso en sintonía con ese Zeitgeist promoviendo la Teología de la Liberación y la opción preferencial por los pobres. Eran épocas de movilización, de protesta, de agitación social. Ante ello, como se dijo más arriba, el sistema reaccionó: con represión sangrienta en muchos casos, y con los planes neoliberales que fueron quebrando la protesta.

Hoy, medio siglo después, ese clima cultural generalizado se ha ido totalmente al otro extremo: la solidaridad fue reemplazada por el más acendrado individualismo, el compromiso social se tornó egocéntrico interés por el propio metro cuadrado y despreocupación por el otro, la apertura al otro y a la diferencia se hizo odio y repudio al diferente. En estos momentos ese clima general, ese Zeitgeist se expande victorioso por buena parte del planeta. Hay un fenómeno imitativo: en general -psicología de las masas- los colectivos tienden a identificarse con lo que está en el tapete, con lo que «se usa», con lo que «se dice», con lo que se identifica como «ganador». El primado de lo habitual, que tiene valor de «correcto», se impone. Asistimos así a tendencias que, pareciera, tienen vida propia.

En realidad, estos personajes neofascistas no tienen vida propia: son la expresión política, sin máscaras, de lo que las élites piensan y proyectan como plan de dominación. En realidad, ellos son los muñecos del ventrílocuo, que pueden decir -a veces en forma histriónica- lo que los amos del mundo pergeñan. Lo que queda claro es que luego de la Guerra Fría, ganada por una de las potencias, y luego de los planes neoliberales antipopulares, la lucha de clases -o «guerra de clases», como dijo el multimillonario estadounidense Warren Buffet- no cesó, sino que siguió profundizándose. Las actuales ultraderechas lo dejan ver. El agravante actual es que las características que fue tomando la dinámica global hizo de las migraciones del Sur hacia el Norte un tema de importancia capital. Eso alimenta un espíritu antiinmigrantes que estas propuestas conservadoras explotan al máximo. Dado ese clima de mimetización que tenemos como especie humana, repetimos muchas veces conductas de las que ni podemos dar cuenta; de ahí que funcionan como tendencia/moda que se impone. «¿Por qué votó por Giorgia Meloni?», preguntan a un italiano: «Porque hay que defender las tradiciones y no hacernos comunistas», responde un ciudadano que tuvo el Partido Comunista más grande de Europa. «¿Por qué votó por Milei?», preguntan a una argentina empobrecida: «Porque los políticos se roban todo, y por eso nosotras estamos mal. Hay que impedir que llegue el comunismo», responde sonriente.

De todos modos, no puede dejarse de mencionar que las élites también impulsan la guerra cultural-ideológica, y estas políticas de odio por las diferencias no dejan de serles funcionales. Azuzar fantasmas de destrucción que traen las «cosas nuevas» -el extranjero, el raro, la persona trans, el comunismo, etc.- sirve para mantener el sistema.

¿Qué hacer ante este avance?

Los tiempos actuales no son favorables al cambio social. Por el contrario, son épocas de conservadurismo extremo. Más precisamente aún: son épocas de odio, de mucho odio contra la idea de cambio, contra cualquier cosa que se muestre como novedosa y alternativa. En vez de ir hacia el comunismo científico, y una sociedad sin clases sociales, volvemos hacia las oscuridades medievales, a las hogueras de la Inquisición y hacia el esclavismo primitivo. Los látigos ahora son electrónicos, regidos por inteligencia artificial y difundidos -y aceptados alegremente- por las redes sociales.

Como fuerzas que buscamos la igualdad, como izquierdas, como campo popular, como seres humanos que seguimos creyendo que nadie vale más que nadie, debemos resistir este aluvión, y denunciar la infame injusticia en juego. Hay una terrible guerra ideológica en curso. Hay que darla entonces.

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*Marcelo Colussi

BLOG DEL AUTOR: Marcelo Colussi

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