Una joven generación, criada en la obediencia al Estado de Israel, decidió decir: ¡No en mi nombre! A pesar de su devastador poder militar, Israel está perdiendo la guerra del relato y de la opinión

Sergio Becerra

En una escena de Malcolm X (1992), un inspirado Denzel Washington que personifica al famoso líder, sostiene un breve encuentro con una joven estudiante caucásica en las gradas de una universidad estadounidense. Esta le pregunta admirativa: “Señor X, ¿qué puede hacer una persona blanca como yo, para ayudar a su causa?”. A lo que el curtido dirigente responde tajante: “Nada”.

Esta negación retrata el estado de las luchas sociales de la Norteamérica de la década de los cincuenta: la conquista de los derechos civiles era, en un país segregacionista, un asunto de los afroamericanos. Así como la integración de los chicanos, extraños en su propia tierra, expuesta por Herbert Biberman en “The Salt of the Earth” (1954), en torno al liderazgo de Rosario Revueltas, era un asunto de los mexicanos separados de su arraigo por la expansión de la frontera sur.

Tuvo que mediar, en la década de los sesenta, la repulsa mundial a la agresión estadounidense contra Vietnam, y su eco en el movimiento estudiantil, de Nueva York a California, para clarificar lo esencial: la guerra y el imperialismo eran el enemigo, y este afectaba tanto a pobres blancos, negros o latinos por igual, reclutados para matar o morir en el sudeste asiático, en nombre del capital. Tres millones de vietnamitas y cuarenta mil marines fue el costo humano de una guerra profundamente injusta e impopular, que marcó el imaginario de una generación.

Antibelicismo en la entraña del imperio

Algo ha tenido que fallar gravemente en la narrativa y los mitos fundadores del Estado de Israel para que lo impensable ocurra. En tierras de su principal aliado, soporte económico y militar del sionismo, cuyo potente AIPAC, descrito por el profesor John Mearsheimer en El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos (2007), actúa de manera implacable en contra de cualquiera que ose contradecirle, la población judío-estadounidense, seis millones de personas, se opone, por primera vez de manera mayoritaria, al accionar bélico israelí, ilegal, expansionista y colonialista, catalogado por la CPI como crímenes de guerra y contra la humanidad. Una degradación intolerable de lo que Hannah Arendt llamó la condición humana.

Multitudinarios mítines de jóvenes judío-estadounidenses se manifiestan en emblemáticos lugares del espacio público neoyorquino, como la estación Grand Central a la hora pico, protestando contra la destrucción sistemática de Gaza, y solidarizándose con sus habitantes. Para esta joven generación, al igual que en su momento lo fue la denuncia de la guerra contra Vietnam, el apoyo a la causa palestina es un asunto de humanidad, que trasciende cualquier consideración étnica o religiosa. Alarmado, dicho lobby, por uno de sus responsables públicos quien afirmó recientemente: “We´re loosing the kids! estamos perdiendo a la juventud”.

Aprender las lecciones de la historia

Norman Finkelstein, historiador estadounidense, autor de La industria del holocausto: reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío (2015), resumió muy bien esta nueva postura ética en un reciente encuentro con una estudiante en Alemania: “mi fallecido padre estuvo en Auschwitz y mi fallecida madre en el campo de concentración de Maidana. Cada miembro de mi familia fue exterminado, y por las lecciones aprendidas de ellos, no callaré frente a las exacciones cometidas por Israel en contra del pueblo palestino. Nada es más despreciable que usar ese sufrimiento para justificar la brutalidad cometida diariamente por Israel en contra de los palestinos”.

Ni las otras incursiones sobre Gaza (2008 y 2012), ni la Nakba en 1948, o la guerra de Suez (1956), de los Seis Días (1967), de Yom Kippur (1973), la invasión al Líbano (1982), las dos Intifadas (1987 y 2000), o la confrontación con Hezbollah (2006), habían puesto de manifiesto ante la opinión pública internacional el proyecto que presenciamos desde octubre de 2023. En su libro Ilan Pappé lo demostró claramente: esto es la limpieza étnica de Palestina.

La figura más emblemática de esta ruptura, de una generación que ya no está dispuesta a avalar la desposesión sistemática del pueblo palestino en nombre de la supervivencia del “Estado Judío”, es Simone Zimmerman que, a un precio personal muy alto, cuestiona estas lógicas desde adentro. Su viaje hacia la claridad quedó plasmado en el documental Israelism (2023), de Eric Axelman y Sam Eilersten, en el que la protagonista regresa a Israel, haciendo una lectura crítica de los modos de adoctrinamiento a los que ella misma fue sometida en su juventud, en la escuela y en los campos vacacionales que el ejército israelí organiza para jóvenes secundarios que, como ella, vienen antes de prestar su servicio militar.

Zimmerman se hace preguntas sobre la lealtad al sionismo: ¿Por qué el pueblo palestino debe pagar el precio de los horrores cometidos por europeos entre sí, judíos y no judíos, pero europeos por igual? ¿Es legítimo justificar la limpieza étnica de un pueblo, con tal de reparar el dolor causado por un holocausto sobre otro pueblo? ¿Debe desaparecer el pueblo palestino para que otro pueblo, trasladado e instalado en su territorio histórico pueda prevalecer? ¿Puede un Estado, que surgió de la limpieza étnica pensar que representa la reparación histórica? Y, finalmente, ¿puede un Estado que realiza prácticas genocidarias y que, por lo demás no tiene constitución, llamarse democrático, por realizar elecciones? ¿Puede la democracia ser consubstancial al genocidio?

Estas y más respuestas han surgido en las universidades estadounidenses, por estudiantes y docentes como Simone Zimmerman; ateos, agnósticos, protestantes, católicos, musulmanes o judíos construyen un pensamiento crítico, sustento de la democracia.

A pesar de todo, avanza la democracia y el humanismos

Por primera vez, en el país de la Virgen de Guadalupe, se enfrentaron democráticamente en las urnas dos candidatas, con dos visiones políticas diametralmente opuestas. Venció el progresismo, representado por la hija de dos inmigrantes, judíos y comunistas: Claudia Sheinbaum Pardo. Tendrá el enorme reto ético, como presidenta de México, de ser el último país latinoamericano en reconocer al Estado palestino.

Veremos si, cuando asuma esta actitud, en defensa de la condición humana, Claudia Sheinbaum, al igual que Simone Zimmerman, también será tildada por la gran prensa, de judía antisemita. Todo por mantener el statu quo, de una guerra injustificable, mediáticamente perdida.

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